Publicamos en este post una versión post-print del artículo titulado "Aprender de la escuela para dar vida a la universidad", cuya autoría corresponde a Nieves Blanco (Universidad de Málaga), Mª Dolores Molina (Universidad de Valencia) y Asunción López (Universidad de Barcelona)
Este artículo se publicará (tras una corrección final de pruebas, único trámite pendiente antes de su envío definitivo a imprenta) en el número 82 (29.1) abril 2015 de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado (RIFOP), formando parte de una monografía que lleva por título "Investigar para acompañar el cambio educativo y social. El papel de la universidad", que tiene su origen en el congreso organizado por la AUFOP y la Universidad de Cantabria que, bajo ese mismo título, se celebró en noviembre de 2014 en Santander.
El citado número monográfico ha sido coordinado por Adelina Calvo Salvador, Carlos Rodríguez-Hoyos e Ignacio Haya Salmón (Universidad de Cantabria).
Aprender de la escuela para dar vida a la universidad
Learn from the school to give life to the university
Nieves Blanco. Universidad de Málaga
Mª Dolores Molina. Universidad de Valencia
Asunción López. Universidad de Barcelona
Resumen
En este artículo presentamos algunos de los aprendizajes que estamos desarrollando sobre el oficio docente, en una investigación que busca conectar la formación inicial con el saber de la experiencia en docentes de primaria. Hemos acompañado a tres maestras en sus actividades cotidianas, para aprender de y con ellas sobre cuestiones sustanciales del oficio docente. Prestando atención al saber de la experiencia que hay en la escuela, para llevar algo de su cualidad a la formación inicial de educadores, tratamos de llevar a la universidad un conocimiento capaz de conectar con la experiencia viva de quienes enseñan y aprenden.
Palabras clave: Saberes docentes, experiencia, formación docente, investigación narrativa.
Abstract
In this article we present some matters learned about the teaching profession which we are developing in a research project which seeks to connect initial teacher training with primary school teachers' know-how which has been learned on the job. We shadowed female primary school teachers during their daily activities to learn from and with them about matters of importance to the teaching profession, to enable us to garner a deeper understanding of the educational significance of forms of relationship and action with educational value for our students and for us as female educators. In this way we aim to take knowledge that is capable of connecting with the living experience from those to teach and learn to the university.
Keywords: Professional knowledge, experience, teacher education, narrative research.Introducción
En este artículo presentamos algunos de los aprendizajes que estamos desarrollando sobre el oficio docente, en una investigación que busca conectar la formación inicial con el saber de la experiencia en docentes de primaria. Hemos acompañado a tres maestras en sus actividades cotidianas, para aprender de y con ellas sobre cuestiones sustanciales del oficio docente. Prestando atención al saber de la experiencia que hay en la escuela, para llevar algo de su cualidad a la formación inicial de educadores, tratamos de llevar a la universidad un conocimiento capaz de conectar con la experiencia viva de quienes enseñan y aprenden.
Palabras clave: Saberes docentes, experiencia, formación docente, investigación narrativa.
Abstract
In this article we present some matters learned about the teaching profession which we are developing in a research project which seeks to connect initial teacher training with primary school teachers' know-how which has been learned on the job. We shadowed female primary school teachers during their daily activities to learn from and with them about matters of importance to the teaching profession, to enable us to garner a deeper understanding of the educational significance of forms of relationship and action with educational value for our students and for us as female educators. In this way we aim to take knowledge that is capable of connecting with the living experience from those to teach and learn to the university.
Keywords: Professional knowledge, experience, teacher education, narrative research.Introducción
Este trabajo surge en el marco de un Proyecto de investigación (2) que tiene el propósito de indagar sobre el saber profesional de educadoras/es y sus implicaciones en la formación inicial. Nuestro foco de interés en esta investigación es profundizar en el significado y la complejidad de los saberes docentes, para explorar el valor formativo que pueden tener para nuestros estudiantes, futuras/os docentes y educadoras/es. Para desarrollar esta tarea, hemos combinado el análisis de nuestras propias prácticas como formadoras (a través del auto-estudio) con el seguimiento y análisis del proceder creativo de maestras de primaria (a través de estudios de caso). Y en este trabajo con las maestras, lo que ha ido orientando nuestra indagación ha sido el deseo de “aprender de su experiencia”. Aprender a reconocer y nombrar los saberes que materializan en su actuación cotidiana para enriquecer, con y desde ellos, la formación de nuestros estudiantes y la nuestra propia.
Indagar en la complejidad, y la comprensión, de los saberes que demanda el oficio educativo requiere involucrarse en un tipo de investigación que preste atención a la práctica cotidiana en las escuelas y al hacer educativo de las maestras. Ponerse en relación con maestras que muestran, en su hacer, cualidades con valor formativo para pensar la educación; y para pensar y entendernos mejor como formadoras en el oficio docente. Se trata entonces, de un estar atentas y un hacerse disponibles a lo que el trabajo con las maestras hace en nosotras: cómo nos toca, nos resuena, cómo nos interpela. Algo fundamental, si lo que pretendemos es llevar algo nuevo y vivo a la formación inicial. En este ponerse en relación con la maestras, y en este dejarse profundizar en las propias ideas, se manifiesta algunas veces el cambio en nuestro hacer y, otras veces, nos coloca en la perplejidad. Pero siempre nos abre a una mirada más amplia y más compleja sobre el sentido de la práctica educativa y el mismo sentido del oficio docente. Es por ello, una vía de indagación fructífera para adentrarnos en el saber de la experiencia (MORTARI, 2002; ALLIAUD y SUÁREZ, 2011; CONTRERAS, 2013). Hablamos del saber de la experiencia, en tanto que un saber de la relación y un saber de la alteridad, que es constitutivo de las profesiones educativas; aquellas que exigen un hacer y saber hacer encarnado, un saber “que no es simplemente algo que se posee, sino parte de lo que se es, de tal manera que ser y saber no están escindidos” (CONTRERAS y PÉREZ DE LARA, 2010, 56).
Por tanto, algo que caracteriza este trabajo es que la práctica indagadora y la práctica docente están en relación. Y lo está en dos sentidos: investigamos mientras enseñamos, y enseñamos a quienes van a ser educadoras/res en un futuro. Es en este sentido, que hablamos de la posibilidad de vivificar el conocimiento que se genera en la Universidad. La posibilidad de darle vida, de encarnarlo en un doble sentido: trayendo –a través de relatos de formación- a las maestras/os y a las criaturas en sus contextos de vida cotidiana en la escuela; y haciéndonos mediadoras –como formadoras que somos- del saber en primera persona, aquel que ha pasado por nosotras y al que damos cuerpo.
Es en este segundo aspecto en el que centramos este texto. Para ello, y tras explicitar nuestra concepción sobre el sentido del oficio educativo, presentamos -en primer lugar- lo que hemos aprendido en el proceso de acompañar a las maestras, para detenernos luego en la reflexión sobre algunas de las cualidades del oficio docente que hemos reconocido como sustanciales en las prácticas de estas maestras. Finalmente, nos detenemos en la necesidad, como investigadoras, de cultivar la disposición a mirar con ojos nuevos la escuela para vivificar el conocimiento pedagógico y llevarlo, a través de nuestras prácticas, a la formación inicial de enseñantes y educadores.
El sentido de las profesiones educativas y los saberes en los que se sustentan
El oficio educativo pertenece a lo que Michelle Cifali (2005) denomina profesiones del sector humano, aquellas en las que hemos de abordar situaciones complejas donde se interconectan lo social, lo institucional y lo personal. Las tradiciones profesionales disponen de un cuerpo de conocimientos que es importante conocer, pero que es insuficiente para el ejercicio profesional. Ser docente, ser educador/a, requiere desarrollar y activar saberes vinculados a la experiencia, en los que se funden aspectos del conocer, del hacer y del ser, que no pertenecen a ninguna disciplina y que no pueden formalizarse sin perder algo esencial de lo que los constituye, sin perder la vida que los anima (CONTRERAS y PÉREZ DE LARA, 2010).
El saber de la experiencia hace referencia tanto a un saber que se asienta en lo vivido, como a que lo que se vive constituya el centro del pensamiento. Cuando así sucede, dice Juana Sánchez-Gey (2008, 1) estamos ante un saber que sentimos, y que es “originario” en el sentido de que viene desde el origen, de lo que tenemos como seres singulares, únicos y que nos ayuda a conocer lo más “hondo de nuestra vida y lo más cierto”. Y no se accede a él a través de la racionalidad (aunque también está presente) porque “no es un saber de datos, de añadidos o sumas, sino de oídos y de miradas, de interiorización”. Al saber de la experiencia se accede mirando hacia dentro, pero con el oído atento a lo que está fuera, a la realidad, para pensarla, porque “pensar es apertura a la experiencia, que es la que da que pensar” (BÁRCENA, 2010, 3).
La formación inicial debe proporcionar la base de conocimientos relevantes, capaces de conectar con la experiencia viva de las y los estudiantes; y debe ofrecer las oportunidades de que cada estudiante pueda desarrollar sus propios modos de pensar y actuar (BLANCO y SIERRA, 2013), reflexionando sobre el sentido que orienta nuestras acciones, madurando el alcance de nuestros deseos y también de nuestras limitaciones; cultivando la sensibilidad pedagógica que nos permite responsabilizarnos de nuestras actuaciones, en las que se involucra nuestra vida completa (y no sólo nuestros conocimientos técnicos). Por eso, “prepararse para el oficio educativo requiere favorecer el saber de la experiencia: reconocerlo, re-elaborarlo, desarrollarlo, prepararse para contar con él. Requiere favorecer el desarrollo de un saber pedagógico personal que nace del preguntarse por el sentido de la experiencia vivida” (CONTRERAS, 2011, 61).
Si los saberes de la experiencia son los que sustentan las profesiones educativas, también son los que están en la base de nuestra práctica como formadoras de enseñantes y educadores. Por eso, sentimos la responsabilidad de aprender a cultivar la reflexión, a mantener una relación pensante con lo que hacemos y con lo que vivimos como profesoras, para estar atentas siempre al sentido que orienta nuestra práctica, a las tensiones que nos ponen en movimiento. Desarrollar nuestro conocimiento en tanto que formadoras de docentes y educadores es una tarea compleja y, personalmente, muy exigente (BERRY, 2009, 306). No en vano enseñamos sobre aquello mismo que practicamos, y debemos manejar la complejidad de, al mismo tiempo, desarrollar nuestros saberes y apoyar a nuestros estudiantes a hacer esta misma tarea. No es fácil aceptar que enseñamos lo que somos, y que si buscamos que la formación pueda llegar a ser una experiencia, y favorecer la emergencia de saberes de la experiencia en nuestros estudiantes, debemos ofrecer nuestra mediación viva. Esto significa aceptar que no podemos enseñar aquello que no hemos experimentado, que no hemos vivido.
Recorrer un camino: la narrativa como apuesta metodológica
Desde la preocupación y la pregunta por los saberes necesarios para la formación de enseñantes, en nuestra investigación estamos explorando la relación entre la formación inicial del profesorado y el saber de la experiencia en docentes de primaria, profundizando en dos dimensiones estrechamente vinculadas: a) conocer con más profundidad el significado y la complejidad de los saberes docentes; y b) explorar su valor formativo para la formación inicial de enseñantes y educadores.
Con un enfoque narrativo (CLADININ, 2013), y con una orientación fenomenológica (VAN MANEN, 2003) hemos combinado el análisis de nuestras propias prácticas como formadoras de educadoras y educadores (a través del auto-estudio), con estudios de casos con maestras de primaria, con el propósito de enriquecer la formación de nuestros estudiantes y la nuestra propia.
En un primer momento de la investigación, hemos centrado la atención en la exploración de nuestra propia experiencia tratando de entender las claves de sentido que nos orientan y aprendiendo sobre las tensiones que identificamos en nuestras ideas y nuestras prácticas. El auto-estudio (COCHRAN-SMITH y LYTLE, 2002; LOUGHRAN, 2004) en la medida en que nos ayuda a aprender sobre el oficio docente y el conocimiento implicado en el aprender a enseñar, constituye un camino necesario para acercarnos a la experiencia de enseñar de las maestras, para desarrollar la sensibilidad para acompañarlas, estando atentas a las cualidades de la práctica docente, y orientándonos hacia las preguntas necesarias para una comprensión profunda de lo que sucede en las aulas. En este proceso de auto-estudio hemos desarrollado la capacidad de autoconocimiento y también de autoconciencia (BERRY, 2009, 308), necesarios para profundizar reflexivamente en nuestras prácticas y en el oficio educativo. Y en este camino hemos necesitado explorar formas de escritura capaces de dar cuenta de las dimensiones subjetivas y biográficas de nuestras vivencias, y de mantener una relación pensante con nuestras vivencias como formadoras.
En un segundo momento, nos hemos centrado en los estudios con las maestras. Hemos acompañado a tres maestras de primaria (que enseñan en distintos niveles) y que hemos elegido porque conocíamos algunas cualidades de su hacer pedagógico: se muestran preocupadas por su trabajo, ponen en el centro a las niñas y los niños y su bienestar; maestras que reflexionan sobre sus acciones y que se interrogan sobre el sentido y las consecuencias de su práctica, afrontando la responsabilidad que tienen como educadoras.
A lo largo de un curso escolar hemos estado en sus clases, compartiendo sus horas de escuela, realizando observaciones y grabaciones de momentos significativos, conversando con las niñas y los niños, y manteniendo conversaciones reflexivas con las maestras a partir de las situaciones que hemos vivido en las aulas. Nuestro propósito no ha sido estudiar “a” una maestra, ni tampoco identificar y documentar “buenas prácticas” sino acompañar a estas maestras intentando reconocer, en su hacer y su pensar, cualidades que nos permiten profundizar en la complejidad del oficio educativo.
La investigación como experiencia de relación: aprender de (y con) las maestras
Hablamos de nuestra investigación como una experiencia de relación porque nos hemos descubierto, en la propia práctica de indagación, en un proceso creativo para explorar la experiencia. Si bien, desde el comienzo, hemos tenido claro tanto el enfoque como la orientación de la que partíamos, el proceso de explorar la experiencia ha sido un camino en continua elaboración, que se tantea, se explora, que no viene dado y que, sin embargo, se tiene que andar (LÓPEZ, 2010). Y en este ponerse en marcha han estado presentes, y en relación, el registro de la apertura y el registro de la tensión. Es así que hemos aprendido a buscar teniendo presente la pregunta de investigación y al mismo tiempo la apertura hacia aquello que la experiencia de relación con la maestra y su saber hacer en el aula nos ofrecía. La apertura, como disposición metodológica, de acompañamiento, tiene que ver con procurar no cancelar lo que va naciendo; con un buscar algo sin intención de concluir ni cerrar la pregunta. Movernos en este registro de la apertura nos ha hecho sentir la tensión, como dificultad pero también como creación. La tensión de aproximarse a la experiencia sin violentarla y la de explorar la experiencia acogiendo el misterio de la relación. Esto es, reconociendo la relación como un encuentro siempre inédito y aceptando que aquello que indagamos es la relación entre lo que alguien vive, piensa y dice a partir de ello (CONTRERAS, 2010).
Una tensión primera, en la que ha estado presente tanto la dificultad como la creación, ha sido la de “estar presente en la relación” con la maestra para tratar de aprender de su experiencia. Hay aquí un movimiento complejo y sutil, que pide desplazarse de lo que hacen la maestra y las criaturas, así como de los hechos que se suceden en el aula, hacia lo que ello significa para “mí”. Un desplazamiento para hacer lugar a la resonancia de lo que eso que va sucediéndose tiene en mí como profesora, como educadora. Para poner la atención en la relación que hay “entre” lo que ocurre en el aula y lo que ello hace en mí. Y lo que hemos aprendido de esta tensión –y por eso no hablamos sólo de dificultad- es la necesidad de practicar la escucha de sí y de aquello que nos rodea; para ir más allá de lo evidente, para no saturar la interpretación de lo que sucede, para dejar resto, mirando lo que queda en mí y poder pensarlo pedagógicamente. Y hemos aprendido que es una experiencia que tiene mucho que ver con el azar porque, “nunca pensamos y nunca aprendemos lo que queremos sino lo que podemos después de que los azares de lo que nos pasa nos asalten” (BÁRCENA, 2012, 395). Sin embargo, para que esto pueda suceder, es necesario un ejercicio –fatigoso aunque al fin fructífero- de pasividad, o mejor, de receptividad que diría María Zambrano (2007), de hacerse disponible. No se trata tanto de comprender como de sentir, de saber de un modo corporal. Y no es algo que puedes “disponer a voluntad” ni que se deje desmenuzar argumentativamente; se trata, más bien, de una colocación simbólica, de un dejarse decir y escuchar lo que piensas y sientes, desde una conciencia de relación abierta y fluida.
Vivimos la investigación como una experiencia de relación porque la propia práctica de indagación nos compromete “de cuerpo entero”. En ella nos dejamos decir y al hacerlo nos exponemos, porque no sólo hay un reconocimiento a la maestra sino también un reconocimiento de nuestra necesidad y nuestra insuficiencia. Una aceptación, sincera, a despojarse de aquello que ya creemos saber. Mirar, y acoger, el saber experiencial de la maestra nos abre la posibilidad de pensar la práctica educativa como un acontecimiento nunca resuelto de encuentro con la alteridad. Pero este carácter de encuentro inédito en la relación educativa es algo que también nos da que pensar de la relación investigadora. Estando en relación de investigación con la maestra, con su práctica, con las criaturas… estamos también en relación con la pregunta naciente y la posibilidad de poner en juego nuestro saber, y no saber, como docentes para abrirnos al pensamiento pedagógico. Por eso “aprendemos con la maestra”, porque en relación con ella algo de nuestro hacer y de nuestro saber se mueve, se transforma.
Una segunda tensión, que ha resultado iluminadora, ha sido aprender la diferencia entre que una maestra te deje entrar en el aula y el abrir-se a la relación. Reconocer la discontinuidad y la distancia dada en ambos consentimientos nos dice mucho de la relación como encuentro inédito e imprevisible. No es lo mismo entrar en el aula que entrar en relación (ya sea en la relación educativa o en la relación investigadora). Por ello, si lo que nos mueve es “aprender de la maestra” hay que procurar un contexto de relación que no nos lleve a juzgarla ni a reducir el saber que pone en juego a un recopilar datos que trataremos de interpretar con posterioridad. Aprender de la maestra nos pide un trabajo previo para cultivar la disposición a la escucha, a la atención, a la apertura. Pero también exige de un trabajo posterior, que tiene que ver con dejar resonar lo vivido en “mí”. Esto es lo que andamos buscando; vivencias y situaciones que nos tocan, que nos interrogan y nos ayudan a profundizar en las cuestiones pedagógicas, en el sentido de lo educativo y de nuestro oficio. También por ello hablamos de un “pensar con”, o de un “investigar con”.
Pensar la investigación como una experiencia de relación nos hace poner en el centro el misterio de la relación y la centralidad de la misma en todo encuentro que sea realmente educativo. Como lo es, también, una relación investigadora. Es por ello, que reconocer la diferencia entre “dejar entrar en el aula” y “abrirse a la relación” (MOLINA, 2013), nos recuerda que no es posible comprender la experiencia de la maestra sin pasar, en el propio proceso de investigación, por la experiencia del encuentro con la otra.
Aprender a reconocer y nombrar los saberes que orientan la práctica educativa
Como venimos señalando, el proceso de investigación no lo hemos vivido como un modo de “recoger información” del que derivar hallazgos. Hemos procurado hacer y vivir el proceso de investigación como una experiencia en la que aprender algo sobre el oficio docente y sobre nosotras mismas como educadoras. Por ello, cada una de nosotras tiene una vivencia singular y va, también, poniendo en palabras aquello que ha vivido de modo singular. La elaboración que presentamos a continuación, sin embargo, es fruto de un pensar y conversar en relación donde recogemos algunos aspectos que han estado presentes, aunque no siempre del mismo modo, en la experiencia de cada una de nosotras. Así, traemos aquí algunas disposiciones y saberes que vamos aprendiendo a reconocer y nombrar, y que dan cuenta de la sutileza y de la complejidad que impregna el oficio docente. En este texto, recuperamos y hablamos de saberes relacionados con la escucha, la mirada y el cuerpo.
a) Ponerse a la escucha para dejarse decir
Sabemos que no hay relación pedagógica si no hay escucha; si no nos abrimos a lo que la otra, el otro, tienen que decirnos, a lo que traen consigo. Pues cada vida, cada criatura trae consigo dignidad y vulnerabilidad; y a veces otras cosas que nos gustan menos. Y sin embargo, toda vida es fuente de sabiduría, una forma de aprender a vincularnos con nosotras mismas y con los otros. Un aprender a descubrir y entender cómo albergar, cómo escuchar al otro dentro de sí (PÉREZ DE LARA, 2009).
Lo que vemos en estas maestras es esa disposición a la escucha, esa disposición primera que nos abre a la otra, al otro, desde la certeza de que nos hablan, cuando callan o cuando gritan. Que hablan con el movimiento, con el gesto, con la quietud, con el silencio… porque la palabra es sólo una de las vías del decir. Escuchar por dentro y por fuera de lo que se dice, eso es lo que vemos en las maestras, y eso es lo que nos da que pensar sobre el sentido educativo de la escucha.
Escuchar es una disposición, un estar ahí y un hacer lugar al otro y lo que el otro trae, para poder escuchar lo que se dice y lo que se calla. Lo que aparece y lo que se esconde. Lo que está y lo que aún se está gestando. Por eso, “la escucha es una llave maestra que abre un sinfín de puertas” (SIERRA, 2013,348), siempre –añade- que cuidemos y alimentemos el deseo de querer abrirlas. Porque ponerse a la escucha lleva consigo el dejarse decir.
Desde una perspectiva psicoanalítica, Mariflor Aguilar (2010) llama la atención sobre la falta de pensamiento en torno a la escucha. Se da por supuesto, dice, que sabemos escuchar, “como si se tratara de un don natural”. Pero no es así. Desde una perspectiva clínica como la de la autora, pero también desde la educativa, hay una tendencia fuerte a pensar la escucha poniendo la atención en la “información” obtenida en el proceso de escuchar, y que se puede concretar en un diagnóstico o en una evaluación. Pero esta práctica de escucha se convierte, con frecuencia, en un ejercicio de poder y la información que obtenemos de ella en un medio para “gobernar” la conducta de quien habla. Y así no hay apertura, ni atención, sino instrumentalización del otro al servicio de nuestros deseos o de nuestros intereses.
Lo que las maestras nos enseñan en su saber hacer, ser y estar en el aula, en relación con las criaturas, es que la escucha en tanto que experiencia de escuchar, es una alternativa distinta a la fuerza. Una alternativa que genera confianza nutriendo relaciones de autoridad, no de poder. En este acompañar a las maestras en su proceder, nos hacemos conscientes del tesoro y del riesgo que esta disposición trae consigo; porque abrirse al otro, a aquello que nos dice y sus significados nos lleva a cambiar nuestra posición: la de quien escucha. Y nos recuerda que salir de la escucha como una posición de poder es un reto educativo necesario que está en nuestras manos. Que podemos aprender y que podemos enseñar. Porque ponerse a la escucha, obedecer a lo que un oído y un corazón atento nos trae, es un camino necesario en la formación y en la práctica profesional. Que ir más allá de las dificultades y los obstáculos para escuchar es hacerse disponible en la relación, aceptando que la escucha es siempre, y primero, escucha de sí. Para aprender a cuestionar lo que sabemos e ir al fondo de las cosas; para no dar nada por supuesto y poder así mantener abiertas las preguntas fundamentales, y para saber que ni la escucha ni el aprendizaje de la escucha se alcanza para siempre.
b) Reconocer la singularidad atendiendo a la pluralidad
“Ver” a una criatura, a un joven, es reconocerlo en su singularidad. En lo que tiene de único, de irrepetible, de original. Reconocer lo que hay de nuevo en él, en ella, algo que no está en nadie más. Que nace en él o en ella como posibilidades inéditas, que antes no han existido y que traen la riqueza que cada quien aporta al mundo (RIVERA, 2012). Y lo que las maestras nos muestran es que reconocer la singularidad supone aceptar lo que cada criatura trae consigo, también como posibilidad. Y que ello es un requerimiento primero, algo necesario si lo que queremos es generar relaciones educativas, relaciones de autoridad.
Aquí, reconocer es acoger. Acoger lo que cada criatura es y trae consigo. Acoger en el sentido de servir de refugio, de ser albergue para alguien. Como educadoras, acogemos haciéndonos refugio para las criaturas, para las y los jóvenes, que es un modo de darse, de ofrecerse (SIERRA, 2008). La singularidad supone la experiencia de la alteridad, la irreductibilidad del otro. Exige renunciar a la tentación del bien para no ocupar el lugar del otro, para no confundir su deseo con el nuestro. Y pide de un “educar” la mirada, nuestra mirada, para desaprender lo que creíamos sabido, para no anteponer el diagnóstico al ser.
Reconocer la singularidad y acoger lo que cada quien trae es aceptar, también, lo que no nos gusta. Lo que nos confunde y lo que se nos resiste. Pero es este reconocimiento el que posibilita la aparición de “alguien” en el sentido arendtiano, pues sin nuestra mirada acogedora, el otro, la otra, sólo sería para nosotras un “algo”. Es nuestra mirada la que de un modo simbólico, pero muy real, crea a esa criatura. Es la mirada hacia la otra, el otro, la que delimita el marco de nuestra relación. Por eso, cuando nuestra mirada sostiene la carencia “vemos” al otro, a la otra, como incompetente, desde aquello que no sabe y que no es. Cuando nuestra mirada se sostiene en la esperanza y el amor, se crea un campo de relación y de posibilidades nuevo, distinto.
Acompañar el aprendizaje de las criaturas, acompañar educativamente, es estar cerca. Es sostener y orientar pero sin suplir. Es estar en compañía, estar junto a alguien sin con-fundirse, sin eliminar el espacio que nos separa y que es posibilidad de relación. No es sólo estar cerca físicamente, que también, sino “sentirse” cerca, dejarse afectar, con-mover por lo que la otra, el otro, nos trae.
Las maestras también nos han mostrado la necesidad de aprender a interrogar nuestra mirada. A preguntarnos cómo vemos a los otros y a nosotras mismas. Aprender a desempañar la mirada porque es inevitable que se empañe y es algo que sucede una y otra vez. Y en ello hay mucho del sentido de la responsabilidad pedagógica para acompañar –con realismo y amor- a las criaturas y a las y los jóvenes. Un realismo que procede de ver y acoger lo que existe, de aprender a leer la realidad sin ceder a la tentación de “inventarnos” al otro. Un amor que resiste al riesgo de crear “moldes” en los que nuestros estudiantes puedan y/o deban encajar. Reconocer la singularidad para abrirnos a la experiencia de la alteridad es lo que nos ayuda a cultivar esa disposición amorosa, cuidadora, esperanzada que da sentido a nuestra responsabilidad educativa.
c) Hacerse presente: la poética de la corporalidad
En el proceso de acompañar a las maestras nos hemos encontrado con la posibilidad de pensar la presencia (RODGERS y RAIDER-ROTH, 2006), pensar cómo la maestra va haciéndose presente para las criaturas y cómo ellas experimentan la presencia de la maestra. Y nos hemos encontrado con la posibilidad de profundizar en ello porque en el propio proceso de indagación nos dimos cuenta del riesgo que corríamos: observar el hacer de la maestra “reduciendo” el ser maestra a un hacer docente. Acompañar a las maestras nos ha ayudado a ver, a nombrar y a pensar aquello fundante y fundamental de la relación educativa: nuestra relación con la infancia y la juventud y la responsabilidad que asumimos en esa relación. Porque educar se hace siempre en relación. Esta verdad la hemos percibido incorporada en las maestras; como saber pero también como compromiso que se materializa en un modo de estar en el aula, en un modo de ser en relación con las criaturas y en relación con cada criatura. Un modo de estar y ser en el aula donde está presente la confianza y la esperanza en aquello que pueden llegar a ser. Porque, como señala Max van Manen (2004, 85), “el aspecto más importante de nuestra esperanza viva es una forma de ser con los niños. No es, antes que nada, lo que digamos o hagamos, sino una forma de estar presente para el niño”.
Estando con las maestras hemos observado que este hacerse presente para las niñas, con los niños, se relaciona -más allá de la forma singular de cada maestra- con un estar “en primera persona” ante ellas. Y que en este ponerse en juego en primera persona la palabra y el cuerpo (o la corporalidad) tienen un papel fundamental en todas ellas. Si la presencia tiene que ver con el ser ante, y en relación, con las criaturas hacerse presente es un modo de ponerse en juego en la relación y un modo de presentar la experiencia del mundo, de las representaciones culturales y sus recursos, del vivir o quizás mejor, de las formas particulares en que lo vivimos y lo expresamos. En este sentido, asegura Max van Manen (2004), la maestra no es sólo un ejemplo de conducta para las criaturas sino que en un sentido profundo es un ejemplo de formas posibles de ser. Y no sólo muestra rasgos de vida que merece la pena vivir, sino que trata de generar nuevas posibilidades en las criaturas o, como escribe José Contreras (2005, 349), “partir de lo que somos y tenemos, expresando aquellas cualidades y experiencias que nos dan densidad personal, porque eso es lo que ponemos en activo en una relación que quiere ser educativa, esto es, que quiere despertar en nuestros alumnos dimensiones propias y proporcionarles experiencias y saberes para su propio despliegue”.
Mirar a la escuela para vivificar el conocimiento pedagógico
El encuentro con las maestras ha producido en nosotras un movimiento interior y exterior a la vez, que nos ha ayudado a profundizar en lo que pasa y lo que nos pasa, en el desempeño del oficio docente en la Universidad.
La formalización y separación de los espacios educativos reglados ha dado lugar a una jerarquía cuyo nivel inferior es la educación infantil y cuya cúspide es la Universidad. Esta jerarquía ha ido disociando “el saber hacer” vinculado al ser, necesario e imprescindible en el oficio de educar criaturas, de un saber formalizado que desde y en la Universidad prescribe y “teoriza” los conocimientos disciplinares que lo legitiman. Esta organización piramidal tiene consecuencias negativas en los oficios que Mireille Cifali denomina “de lo humano”, porque ha desgajado de forma peligrosa el saber de la experiencia (un saber abierto al acontecimiento siempre vivo y en movimiento) de los saberes formalizados. Esta cuestión también tiene incidencia en el saber pedagógico que se trasmite a veces separado de los contextos de vida que lo alumbraron.
La experiencia vivida en las aulas de primaria y la resonancia que ha tenido en nosotras nos orienta a cultivar un saber abierto al acontecimiento que no reniega de los saberes disciplinares, pero que va más allá, porque en cada experiencia emerge algo nuevo para cada una y cada uno que transitan la relación educativa. Educar es una fuente de saber inagotable, un saber que tiene su origen en las primeras experiencias de relación entre las criaturas y sus madres (también los padres que están inmersos en esa relación) y que es un proceso siempre incierto aunque de una riqueza inagotable.
La palabra “oficio”, según Corominas (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana) viene del latín “officium”, contracción de ofificium derivada de opifex, “artesano” a su vez compuesta de opus (obra) y facere (hacer). Hablar de oficio nos acerca a una “artesanía” que conecta todos los espacios educativos y abre el deseo de un saber encarnado en el ser. Nos invita a vivir los espacios educativos habitados como lugares para ser, para ir siendo desde la infancia hasta la edad adulta. Para ser /siendo, educadora/or, formadora aportando la experiencia de cada una para este oficio que es una artesanía del vivir. Este es un nexo común a todos los espacios educativos, un hilo conductor desde la primigenia experiencia educativa hasta la formación universitaria. Desde esta mirada, educar y formar tienen como núcleo el arte de la relación.
Hacer del aula universitaria un lugar para ser significa que la experiencia de relación que vivimos y compartimos nos ayuda a elaborar el “ser educadoras/es”. Esto nos ha llevado a generar una experiencia de relación en las aulas que facilita el cultivo de las cualidades educativas que hemos compartido con las maestras. Hacer del aula un lugar de encuentro es una filigrana delicada que trasforma los acontecimientos en saberes de sí y de la relación con la otra o el otro, dándoles un sentido educativo.
El estudio con las maestras nos deja ver con claridad que ser docentes/educadores es algo más que saber qué hacer y cómo hacerlo. Que la educación es siempre relación. Que es como lugar de relación, de encuentro con la otra y el otro, lo que le da posibilidad de ser a la educación. Lo que hace también de la pedagogía, asegura Elizabeth Ellsworth (2005), un asunto complicado, más complicado que comprometerse con un modelo pedagógico y/o satisfacer cualquier afán de atesorar conocimiento. Por ello hablamos en este texto de los saberes que sustentan el proceder de las maestras, que es un proceder creativo, abierto a la novedad de lo vivo. Se trata de un saber experiencial que por su propio origen, es decir, por estar cercano al vivir en una relación pensante con el acontecer de las cosas (MORTARI, 2002), es un saber inconcluso. A veces, un saber poco articulado, incluso algo desordenado; que reconoce sus contradicciones, sus dudas, sus vacíos… Pero son precisamente estas cualidades las que nos hablan de un actuar en primera persona, desde quién se es y no en representación de quien no se es (CONTRERAS, 2005). Nos hablan de la praxis del saber estar de las maestras que no renuncian a su competencia simbólica (PIUSSI, 2006). La praxis del saber estar ahí es compleja, siempre abierta a la creatividad, al aprender, al exponerse, al desaprender, al confiar en lo que se tiene, al aceptar lo que no se sabe, al arriesgar hacia lo desconocido, al hacer lugar a lo imprevisible y lo inaudito, al dejarse llevar sin miedo a perderse, al acompañar. Tiene algo de eso que llamamos “tocar de oído”, que requiere aceptar el presente y lo que está presente pero sin fundirse en él, sin cerrarse a él. Supone aceptar la imprecisión y lo impreciso. Y nos exige no tapar la práctica de la relación, pues es en la relación que nuestros límites y nuestros horizontes se nos hacen visibles y vivibles.
Traer la vida a la formación universitaria significa para nosotras, en relación con la experiencia vivida con las maestras, acoger los acontecimientos que nos suceden dentro y fuera del aula. Aprovechar todas las situaciones para que los y las estudiantes puedan pensar y pensarse en relación, atender a la riqueza de la pluralidad. No sin conflictos, pero que sean transitables. Saber quiénes tenemos delante y mantener el deseo vivo en la relación es el vínculo necesario para aventurarse a abrir la mente y el corazón. A menudo el estrecho margen de las instituciones reglamentan de qué se habla y de que no, reduciendo el campo a cuestiones muchas veces alejadas de las preocupaciones reales de quienes tenemos delante.
Esta experiencia vivida con las criaturas y las maestras nos ha inspirado para entender la dificultad de ese movimiento de encuentro con la palabra propia que pedimos a los y las estudiantes. Esa posibilidad de hablar desde sí, conectando el sentir, la palabra y el pensamiento es algo que intentamos cuidar. La transición desde una palabra desconectada a un intento de hablar desde sí va surgiendo en un movimiento que no es continuo. Cuesta abrir una conversación que vaya más allá de lo anecdótico, escuchar y escuchar-se, ir elaborando esos hilos que van a dar sentido a su lugar como educadoras. Comprometerse con sus palabras, cuidándolas y abrir sentidos nuevos. Volver de nuevo a la experiencia primigenia en que cuerpo y palabra se conectan.
También nos orienta hacia una epistemología compleja, que se apoya en el saber hacer que es un movimiento del pensar abierto al acontecimiento, que se inspira en los saberes de la experiencia y en los saberes constituidos de las disciplinas, pero creando algo inédito en cada situación, con cada persona, en cada relación educativa.
El estudio con las maestras nos está ayudando a profundizar la comprensión de la educación como relación viva e inconclusa. Algo que trae consigo la dificultad y la incertidumbre pero ante lo que no se actúa desde la oposición o desde la indiferencia. Y está siendo una oportunidad para poner la mirada en aquello que es bueno y que funciona en la escuela, de lo que vale la pena aprender; pero también, y sobre todo, una ocasión para alzar la mirada, para buscar la potencia, para reconocer los posibles lugares de creación, de invención. Pues más allá de captar cómo las maestras hacen posible en este contexto de cierta desolación que las “cosas” funcionen, lo interesante es atender al sustrato de la práctica que hace posible el placer de dar sentido a lo que se hace, inventando y recreando más allá de lo que viene dado. En este sentido, “atender lo que está presente”, requiere abrir un vacío para hacer posible que, sin negar lo que se impone, pueda ser desplazado del centro y hacer lugar a aquello que está presente y mueve la vida, la relación. Que nos invita a vivir la responsabilidad educativa que asumimos desde la dedicación y no desde la carga; desde el acontecimiento y no desde la repetición y el control; desde el deseo y no desde el deber ser o el deber hacer. Y aceptar esta implicación nos invita a reconocer y a custodiar la competencia, porque el camino no está exento de tensiones. Y nos invita a buscar vías practicables, para acercar ese saber a nuestras y nuestros estudiantes en la Universidad. Esas vías practicables que se abren a partir de lo que vamos aprendiendo del oficio docente pero, sobre todo, de cómo nos dejamos interpelar por esos aprendizajes en nuestra práctica docente.
Indagar en la complejidad, y la comprensión, de los saberes que demanda el oficio educativo requiere involucrarse en un tipo de investigación que preste atención a la práctica cotidiana en las escuelas y al hacer educativo de las maestras. Ponerse en relación con maestras que muestran, en su hacer, cualidades con valor formativo para pensar la educación; y para pensar y entendernos mejor como formadoras en el oficio docente. Se trata entonces, de un estar atentas y un hacerse disponibles a lo que el trabajo con las maestras hace en nosotras: cómo nos toca, nos resuena, cómo nos interpela. Algo fundamental, si lo que pretendemos es llevar algo nuevo y vivo a la formación inicial. En este ponerse en relación con la maestras, y en este dejarse profundizar en las propias ideas, se manifiesta algunas veces el cambio en nuestro hacer y, otras veces, nos coloca en la perplejidad. Pero siempre nos abre a una mirada más amplia y más compleja sobre el sentido de la práctica educativa y el mismo sentido del oficio docente. Es por ello, una vía de indagación fructífera para adentrarnos en el saber de la experiencia (MORTARI, 2002; ALLIAUD y SUÁREZ, 2011; CONTRERAS, 2013). Hablamos del saber de la experiencia, en tanto que un saber de la relación y un saber de la alteridad, que es constitutivo de las profesiones educativas; aquellas que exigen un hacer y saber hacer encarnado, un saber “que no es simplemente algo que se posee, sino parte de lo que se es, de tal manera que ser y saber no están escindidos” (CONTRERAS y PÉREZ DE LARA, 2010, 56).
Por tanto, algo que caracteriza este trabajo es que la práctica indagadora y la práctica docente están en relación. Y lo está en dos sentidos: investigamos mientras enseñamos, y enseñamos a quienes van a ser educadoras/res en un futuro. Es en este sentido, que hablamos de la posibilidad de vivificar el conocimiento que se genera en la Universidad. La posibilidad de darle vida, de encarnarlo en un doble sentido: trayendo –a través de relatos de formación- a las maestras/os y a las criaturas en sus contextos de vida cotidiana en la escuela; y haciéndonos mediadoras –como formadoras que somos- del saber en primera persona, aquel que ha pasado por nosotras y al que damos cuerpo.
Es en este segundo aspecto en el que centramos este texto. Para ello, y tras explicitar nuestra concepción sobre el sentido del oficio educativo, presentamos -en primer lugar- lo que hemos aprendido en el proceso de acompañar a las maestras, para detenernos luego en la reflexión sobre algunas de las cualidades del oficio docente que hemos reconocido como sustanciales en las prácticas de estas maestras. Finalmente, nos detenemos en la necesidad, como investigadoras, de cultivar la disposición a mirar con ojos nuevos la escuela para vivificar el conocimiento pedagógico y llevarlo, a través de nuestras prácticas, a la formación inicial de enseñantes y educadores.
El sentido de las profesiones educativas y los saberes en los que se sustentan
El oficio educativo pertenece a lo que Michelle Cifali (2005) denomina profesiones del sector humano, aquellas en las que hemos de abordar situaciones complejas donde se interconectan lo social, lo institucional y lo personal. Las tradiciones profesionales disponen de un cuerpo de conocimientos que es importante conocer, pero que es insuficiente para el ejercicio profesional. Ser docente, ser educador/a, requiere desarrollar y activar saberes vinculados a la experiencia, en los que se funden aspectos del conocer, del hacer y del ser, que no pertenecen a ninguna disciplina y que no pueden formalizarse sin perder algo esencial de lo que los constituye, sin perder la vida que los anima (CONTRERAS y PÉREZ DE LARA, 2010).
El saber de la experiencia hace referencia tanto a un saber que se asienta en lo vivido, como a que lo que se vive constituya el centro del pensamiento. Cuando así sucede, dice Juana Sánchez-Gey (2008, 1) estamos ante un saber que sentimos, y que es “originario” en el sentido de que viene desde el origen, de lo que tenemos como seres singulares, únicos y que nos ayuda a conocer lo más “hondo de nuestra vida y lo más cierto”. Y no se accede a él a través de la racionalidad (aunque también está presente) porque “no es un saber de datos, de añadidos o sumas, sino de oídos y de miradas, de interiorización”. Al saber de la experiencia se accede mirando hacia dentro, pero con el oído atento a lo que está fuera, a la realidad, para pensarla, porque “pensar es apertura a la experiencia, que es la que da que pensar” (BÁRCENA, 2010, 3).
La formación inicial debe proporcionar la base de conocimientos relevantes, capaces de conectar con la experiencia viva de las y los estudiantes; y debe ofrecer las oportunidades de que cada estudiante pueda desarrollar sus propios modos de pensar y actuar (BLANCO y SIERRA, 2013), reflexionando sobre el sentido que orienta nuestras acciones, madurando el alcance de nuestros deseos y también de nuestras limitaciones; cultivando la sensibilidad pedagógica que nos permite responsabilizarnos de nuestras actuaciones, en las que se involucra nuestra vida completa (y no sólo nuestros conocimientos técnicos). Por eso, “prepararse para el oficio educativo requiere favorecer el saber de la experiencia: reconocerlo, re-elaborarlo, desarrollarlo, prepararse para contar con él. Requiere favorecer el desarrollo de un saber pedagógico personal que nace del preguntarse por el sentido de la experiencia vivida” (CONTRERAS, 2011, 61).
Si los saberes de la experiencia son los que sustentan las profesiones educativas, también son los que están en la base de nuestra práctica como formadoras de enseñantes y educadores. Por eso, sentimos la responsabilidad de aprender a cultivar la reflexión, a mantener una relación pensante con lo que hacemos y con lo que vivimos como profesoras, para estar atentas siempre al sentido que orienta nuestra práctica, a las tensiones que nos ponen en movimiento. Desarrollar nuestro conocimiento en tanto que formadoras de docentes y educadores es una tarea compleja y, personalmente, muy exigente (BERRY, 2009, 306). No en vano enseñamos sobre aquello mismo que practicamos, y debemos manejar la complejidad de, al mismo tiempo, desarrollar nuestros saberes y apoyar a nuestros estudiantes a hacer esta misma tarea. No es fácil aceptar que enseñamos lo que somos, y que si buscamos que la formación pueda llegar a ser una experiencia, y favorecer la emergencia de saberes de la experiencia en nuestros estudiantes, debemos ofrecer nuestra mediación viva. Esto significa aceptar que no podemos enseñar aquello que no hemos experimentado, que no hemos vivido.
Recorrer un camino: la narrativa como apuesta metodológica
Desde la preocupación y la pregunta por los saberes necesarios para la formación de enseñantes, en nuestra investigación estamos explorando la relación entre la formación inicial del profesorado y el saber de la experiencia en docentes de primaria, profundizando en dos dimensiones estrechamente vinculadas: a) conocer con más profundidad el significado y la complejidad de los saberes docentes; y b) explorar su valor formativo para la formación inicial de enseñantes y educadores.
Con un enfoque narrativo (CLADININ, 2013), y con una orientación fenomenológica (VAN MANEN, 2003) hemos combinado el análisis de nuestras propias prácticas como formadoras de educadoras y educadores (a través del auto-estudio), con estudios de casos con maestras de primaria, con el propósito de enriquecer la formación de nuestros estudiantes y la nuestra propia.
En un primer momento de la investigación, hemos centrado la atención en la exploración de nuestra propia experiencia tratando de entender las claves de sentido que nos orientan y aprendiendo sobre las tensiones que identificamos en nuestras ideas y nuestras prácticas. El auto-estudio (COCHRAN-SMITH y LYTLE, 2002; LOUGHRAN, 2004) en la medida en que nos ayuda a aprender sobre el oficio docente y el conocimiento implicado en el aprender a enseñar, constituye un camino necesario para acercarnos a la experiencia de enseñar de las maestras, para desarrollar la sensibilidad para acompañarlas, estando atentas a las cualidades de la práctica docente, y orientándonos hacia las preguntas necesarias para una comprensión profunda de lo que sucede en las aulas. En este proceso de auto-estudio hemos desarrollado la capacidad de autoconocimiento y también de autoconciencia (BERRY, 2009, 308), necesarios para profundizar reflexivamente en nuestras prácticas y en el oficio educativo. Y en este camino hemos necesitado explorar formas de escritura capaces de dar cuenta de las dimensiones subjetivas y biográficas de nuestras vivencias, y de mantener una relación pensante con nuestras vivencias como formadoras.
En un segundo momento, nos hemos centrado en los estudios con las maestras. Hemos acompañado a tres maestras de primaria (que enseñan en distintos niveles) y que hemos elegido porque conocíamos algunas cualidades de su hacer pedagógico: se muestran preocupadas por su trabajo, ponen en el centro a las niñas y los niños y su bienestar; maestras que reflexionan sobre sus acciones y que se interrogan sobre el sentido y las consecuencias de su práctica, afrontando la responsabilidad que tienen como educadoras.
A lo largo de un curso escolar hemos estado en sus clases, compartiendo sus horas de escuela, realizando observaciones y grabaciones de momentos significativos, conversando con las niñas y los niños, y manteniendo conversaciones reflexivas con las maestras a partir de las situaciones que hemos vivido en las aulas. Nuestro propósito no ha sido estudiar “a” una maestra, ni tampoco identificar y documentar “buenas prácticas” sino acompañar a estas maestras intentando reconocer, en su hacer y su pensar, cualidades que nos permiten profundizar en la complejidad del oficio educativo.
La investigación como experiencia de relación: aprender de (y con) las maestras
Hablamos de nuestra investigación como una experiencia de relación porque nos hemos descubierto, en la propia práctica de indagación, en un proceso creativo para explorar la experiencia. Si bien, desde el comienzo, hemos tenido claro tanto el enfoque como la orientación de la que partíamos, el proceso de explorar la experiencia ha sido un camino en continua elaboración, que se tantea, se explora, que no viene dado y que, sin embargo, se tiene que andar (LÓPEZ, 2010). Y en este ponerse en marcha han estado presentes, y en relación, el registro de la apertura y el registro de la tensión. Es así que hemos aprendido a buscar teniendo presente la pregunta de investigación y al mismo tiempo la apertura hacia aquello que la experiencia de relación con la maestra y su saber hacer en el aula nos ofrecía. La apertura, como disposición metodológica, de acompañamiento, tiene que ver con procurar no cancelar lo que va naciendo; con un buscar algo sin intención de concluir ni cerrar la pregunta. Movernos en este registro de la apertura nos ha hecho sentir la tensión, como dificultad pero también como creación. La tensión de aproximarse a la experiencia sin violentarla y la de explorar la experiencia acogiendo el misterio de la relación. Esto es, reconociendo la relación como un encuentro siempre inédito y aceptando que aquello que indagamos es la relación entre lo que alguien vive, piensa y dice a partir de ello (CONTRERAS, 2010).
Una tensión primera, en la que ha estado presente tanto la dificultad como la creación, ha sido la de “estar presente en la relación” con la maestra para tratar de aprender de su experiencia. Hay aquí un movimiento complejo y sutil, que pide desplazarse de lo que hacen la maestra y las criaturas, así como de los hechos que se suceden en el aula, hacia lo que ello significa para “mí”. Un desplazamiento para hacer lugar a la resonancia de lo que eso que va sucediéndose tiene en mí como profesora, como educadora. Para poner la atención en la relación que hay “entre” lo que ocurre en el aula y lo que ello hace en mí. Y lo que hemos aprendido de esta tensión –y por eso no hablamos sólo de dificultad- es la necesidad de practicar la escucha de sí y de aquello que nos rodea; para ir más allá de lo evidente, para no saturar la interpretación de lo que sucede, para dejar resto, mirando lo que queda en mí y poder pensarlo pedagógicamente. Y hemos aprendido que es una experiencia que tiene mucho que ver con el azar porque, “nunca pensamos y nunca aprendemos lo que queremos sino lo que podemos después de que los azares de lo que nos pasa nos asalten” (BÁRCENA, 2012, 395). Sin embargo, para que esto pueda suceder, es necesario un ejercicio –fatigoso aunque al fin fructífero- de pasividad, o mejor, de receptividad que diría María Zambrano (2007), de hacerse disponible. No se trata tanto de comprender como de sentir, de saber de un modo corporal. Y no es algo que puedes “disponer a voluntad” ni que se deje desmenuzar argumentativamente; se trata, más bien, de una colocación simbólica, de un dejarse decir y escuchar lo que piensas y sientes, desde una conciencia de relación abierta y fluida.
Vivimos la investigación como una experiencia de relación porque la propia práctica de indagación nos compromete “de cuerpo entero”. En ella nos dejamos decir y al hacerlo nos exponemos, porque no sólo hay un reconocimiento a la maestra sino también un reconocimiento de nuestra necesidad y nuestra insuficiencia. Una aceptación, sincera, a despojarse de aquello que ya creemos saber. Mirar, y acoger, el saber experiencial de la maestra nos abre la posibilidad de pensar la práctica educativa como un acontecimiento nunca resuelto de encuentro con la alteridad. Pero este carácter de encuentro inédito en la relación educativa es algo que también nos da que pensar de la relación investigadora. Estando en relación de investigación con la maestra, con su práctica, con las criaturas… estamos también en relación con la pregunta naciente y la posibilidad de poner en juego nuestro saber, y no saber, como docentes para abrirnos al pensamiento pedagógico. Por eso “aprendemos con la maestra”, porque en relación con ella algo de nuestro hacer y de nuestro saber se mueve, se transforma.
Una segunda tensión, que ha resultado iluminadora, ha sido aprender la diferencia entre que una maestra te deje entrar en el aula y el abrir-se a la relación. Reconocer la discontinuidad y la distancia dada en ambos consentimientos nos dice mucho de la relación como encuentro inédito e imprevisible. No es lo mismo entrar en el aula que entrar en relación (ya sea en la relación educativa o en la relación investigadora). Por ello, si lo que nos mueve es “aprender de la maestra” hay que procurar un contexto de relación que no nos lleve a juzgarla ni a reducir el saber que pone en juego a un recopilar datos que trataremos de interpretar con posterioridad. Aprender de la maestra nos pide un trabajo previo para cultivar la disposición a la escucha, a la atención, a la apertura. Pero también exige de un trabajo posterior, que tiene que ver con dejar resonar lo vivido en “mí”. Esto es lo que andamos buscando; vivencias y situaciones que nos tocan, que nos interrogan y nos ayudan a profundizar en las cuestiones pedagógicas, en el sentido de lo educativo y de nuestro oficio. También por ello hablamos de un “pensar con”, o de un “investigar con”.
Pensar la investigación como una experiencia de relación nos hace poner en el centro el misterio de la relación y la centralidad de la misma en todo encuentro que sea realmente educativo. Como lo es, también, una relación investigadora. Es por ello, que reconocer la diferencia entre “dejar entrar en el aula” y “abrirse a la relación” (MOLINA, 2013), nos recuerda que no es posible comprender la experiencia de la maestra sin pasar, en el propio proceso de investigación, por la experiencia del encuentro con la otra.
Aprender a reconocer y nombrar los saberes que orientan la práctica educativa
Como venimos señalando, el proceso de investigación no lo hemos vivido como un modo de “recoger información” del que derivar hallazgos. Hemos procurado hacer y vivir el proceso de investigación como una experiencia en la que aprender algo sobre el oficio docente y sobre nosotras mismas como educadoras. Por ello, cada una de nosotras tiene una vivencia singular y va, también, poniendo en palabras aquello que ha vivido de modo singular. La elaboración que presentamos a continuación, sin embargo, es fruto de un pensar y conversar en relación donde recogemos algunos aspectos que han estado presentes, aunque no siempre del mismo modo, en la experiencia de cada una de nosotras. Así, traemos aquí algunas disposiciones y saberes que vamos aprendiendo a reconocer y nombrar, y que dan cuenta de la sutileza y de la complejidad que impregna el oficio docente. En este texto, recuperamos y hablamos de saberes relacionados con la escucha, la mirada y el cuerpo.
a) Ponerse a la escucha para dejarse decir
Sabemos que no hay relación pedagógica si no hay escucha; si no nos abrimos a lo que la otra, el otro, tienen que decirnos, a lo que traen consigo. Pues cada vida, cada criatura trae consigo dignidad y vulnerabilidad; y a veces otras cosas que nos gustan menos. Y sin embargo, toda vida es fuente de sabiduría, una forma de aprender a vincularnos con nosotras mismas y con los otros. Un aprender a descubrir y entender cómo albergar, cómo escuchar al otro dentro de sí (PÉREZ DE LARA, 2009).
Lo que vemos en estas maestras es esa disposición a la escucha, esa disposición primera que nos abre a la otra, al otro, desde la certeza de que nos hablan, cuando callan o cuando gritan. Que hablan con el movimiento, con el gesto, con la quietud, con el silencio… porque la palabra es sólo una de las vías del decir. Escuchar por dentro y por fuera de lo que se dice, eso es lo que vemos en las maestras, y eso es lo que nos da que pensar sobre el sentido educativo de la escucha.
Escuchar es una disposición, un estar ahí y un hacer lugar al otro y lo que el otro trae, para poder escuchar lo que se dice y lo que se calla. Lo que aparece y lo que se esconde. Lo que está y lo que aún se está gestando. Por eso, “la escucha es una llave maestra que abre un sinfín de puertas” (SIERRA, 2013,348), siempre –añade- que cuidemos y alimentemos el deseo de querer abrirlas. Porque ponerse a la escucha lleva consigo el dejarse decir.
Desde una perspectiva psicoanalítica, Mariflor Aguilar (2010) llama la atención sobre la falta de pensamiento en torno a la escucha. Se da por supuesto, dice, que sabemos escuchar, “como si se tratara de un don natural”. Pero no es así. Desde una perspectiva clínica como la de la autora, pero también desde la educativa, hay una tendencia fuerte a pensar la escucha poniendo la atención en la “información” obtenida en el proceso de escuchar, y que se puede concretar en un diagnóstico o en una evaluación. Pero esta práctica de escucha se convierte, con frecuencia, en un ejercicio de poder y la información que obtenemos de ella en un medio para “gobernar” la conducta de quien habla. Y así no hay apertura, ni atención, sino instrumentalización del otro al servicio de nuestros deseos o de nuestros intereses.
Lo que las maestras nos enseñan en su saber hacer, ser y estar en el aula, en relación con las criaturas, es que la escucha en tanto que experiencia de escuchar, es una alternativa distinta a la fuerza. Una alternativa que genera confianza nutriendo relaciones de autoridad, no de poder. En este acompañar a las maestras en su proceder, nos hacemos conscientes del tesoro y del riesgo que esta disposición trae consigo; porque abrirse al otro, a aquello que nos dice y sus significados nos lleva a cambiar nuestra posición: la de quien escucha. Y nos recuerda que salir de la escucha como una posición de poder es un reto educativo necesario que está en nuestras manos. Que podemos aprender y que podemos enseñar. Porque ponerse a la escucha, obedecer a lo que un oído y un corazón atento nos trae, es un camino necesario en la formación y en la práctica profesional. Que ir más allá de las dificultades y los obstáculos para escuchar es hacerse disponible en la relación, aceptando que la escucha es siempre, y primero, escucha de sí. Para aprender a cuestionar lo que sabemos e ir al fondo de las cosas; para no dar nada por supuesto y poder así mantener abiertas las preguntas fundamentales, y para saber que ni la escucha ni el aprendizaje de la escucha se alcanza para siempre.
b) Reconocer la singularidad atendiendo a la pluralidad
“Ver” a una criatura, a un joven, es reconocerlo en su singularidad. En lo que tiene de único, de irrepetible, de original. Reconocer lo que hay de nuevo en él, en ella, algo que no está en nadie más. Que nace en él o en ella como posibilidades inéditas, que antes no han existido y que traen la riqueza que cada quien aporta al mundo (RIVERA, 2012). Y lo que las maestras nos muestran es que reconocer la singularidad supone aceptar lo que cada criatura trae consigo, también como posibilidad. Y que ello es un requerimiento primero, algo necesario si lo que queremos es generar relaciones educativas, relaciones de autoridad.
Aquí, reconocer es acoger. Acoger lo que cada criatura es y trae consigo. Acoger en el sentido de servir de refugio, de ser albergue para alguien. Como educadoras, acogemos haciéndonos refugio para las criaturas, para las y los jóvenes, que es un modo de darse, de ofrecerse (SIERRA, 2008). La singularidad supone la experiencia de la alteridad, la irreductibilidad del otro. Exige renunciar a la tentación del bien para no ocupar el lugar del otro, para no confundir su deseo con el nuestro. Y pide de un “educar” la mirada, nuestra mirada, para desaprender lo que creíamos sabido, para no anteponer el diagnóstico al ser.
Reconocer la singularidad y acoger lo que cada quien trae es aceptar, también, lo que no nos gusta. Lo que nos confunde y lo que se nos resiste. Pero es este reconocimiento el que posibilita la aparición de “alguien” en el sentido arendtiano, pues sin nuestra mirada acogedora, el otro, la otra, sólo sería para nosotras un “algo”. Es nuestra mirada la que de un modo simbólico, pero muy real, crea a esa criatura. Es la mirada hacia la otra, el otro, la que delimita el marco de nuestra relación. Por eso, cuando nuestra mirada sostiene la carencia “vemos” al otro, a la otra, como incompetente, desde aquello que no sabe y que no es. Cuando nuestra mirada se sostiene en la esperanza y el amor, se crea un campo de relación y de posibilidades nuevo, distinto.
Acompañar el aprendizaje de las criaturas, acompañar educativamente, es estar cerca. Es sostener y orientar pero sin suplir. Es estar en compañía, estar junto a alguien sin con-fundirse, sin eliminar el espacio que nos separa y que es posibilidad de relación. No es sólo estar cerca físicamente, que también, sino “sentirse” cerca, dejarse afectar, con-mover por lo que la otra, el otro, nos trae.
Las maestras también nos han mostrado la necesidad de aprender a interrogar nuestra mirada. A preguntarnos cómo vemos a los otros y a nosotras mismas. Aprender a desempañar la mirada porque es inevitable que se empañe y es algo que sucede una y otra vez. Y en ello hay mucho del sentido de la responsabilidad pedagógica para acompañar –con realismo y amor- a las criaturas y a las y los jóvenes. Un realismo que procede de ver y acoger lo que existe, de aprender a leer la realidad sin ceder a la tentación de “inventarnos” al otro. Un amor que resiste al riesgo de crear “moldes” en los que nuestros estudiantes puedan y/o deban encajar. Reconocer la singularidad para abrirnos a la experiencia de la alteridad es lo que nos ayuda a cultivar esa disposición amorosa, cuidadora, esperanzada que da sentido a nuestra responsabilidad educativa.
c) Hacerse presente: la poética de la corporalidad
En el proceso de acompañar a las maestras nos hemos encontrado con la posibilidad de pensar la presencia (RODGERS y RAIDER-ROTH, 2006), pensar cómo la maestra va haciéndose presente para las criaturas y cómo ellas experimentan la presencia de la maestra. Y nos hemos encontrado con la posibilidad de profundizar en ello porque en el propio proceso de indagación nos dimos cuenta del riesgo que corríamos: observar el hacer de la maestra “reduciendo” el ser maestra a un hacer docente. Acompañar a las maestras nos ha ayudado a ver, a nombrar y a pensar aquello fundante y fundamental de la relación educativa: nuestra relación con la infancia y la juventud y la responsabilidad que asumimos en esa relación. Porque educar se hace siempre en relación. Esta verdad la hemos percibido incorporada en las maestras; como saber pero también como compromiso que se materializa en un modo de estar en el aula, en un modo de ser en relación con las criaturas y en relación con cada criatura. Un modo de estar y ser en el aula donde está presente la confianza y la esperanza en aquello que pueden llegar a ser. Porque, como señala Max van Manen (2004, 85), “el aspecto más importante de nuestra esperanza viva es una forma de ser con los niños. No es, antes que nada, lo que digamos o hagamos, sino una forma de estar presente para el niño”.
Estando con las maestras hemos observado que este hacerse presente para las niñas, con los niños, se relaciona -más allá de la forma singular de cada maestra- con un estar “en primera persona” ante ellas. Y que en este ponerse en juego en primera persona la palabra y el cuerpo (o la corporalidad) tienen un papel fundamental en todas ellas. Si la presencia tiene que ver con el ser ante, y en relación, con las criaturas hacerse presente es un modo de ponerse en juego en la relación y un modo de presentar la experiencia del mundo, de las representaciones culturales y sus recursos, del vivir o quizás mejor, de las formas particulares en que lo vivimos y lo expresamos. En este sentido, asegura Max van Manen (2004), la maestra no es sólo un ejemplo de conducta para las criaturas sino que en un sentido profundo es un ejemplo de formas posibles de ser. Y no sólo muestra rasgos de vida que merece la pena vivir, sino que trata de generar nuevas posibilidades en las criaturas o, como escribe José Contreras (2005, 349), “partir de lo que somos y tenemos, expresando aquellas cualidades y experiencias que nos dan densidad personal, porque eso es lo que ponemos en activo en una relación que quiere ser educativa, esto es, que quiere despertar en nuestros alumnos dimensiones propias y proporcionarles experiencias y saberes para su propio despliegue”.
Mirar a la escuela para vivificar el conocimiento pedagógico
El encuentro con las maestras ha producido en nosotras un movimiento interior y exterior a la vez, que nos ha ayudado a profundizar en lo que pasa y lo que nos pasa, en el desempeño del oficio docente en la Universidad.
La formalización y separación de los espacios educativos reglados ha dado lugar a una jerarquía cuyo nivel inferior es la educación infantil y cuya cúspide es la Universidad. Esta jerarquía ha ido disociando “el saber hacer” vinculado al ser, necesario e imprescindible en el oficio de educar criaturas, de un saber formalizado que desde y en la Universidad prescribe y “teoriza” los conocimientos disciplinares que lo legitiman. Esta organización piramidal tiene consecuencias negativas en los oficios que Mireille Cifali denomina “de lo humano”, porque ha desgajado de forma peligrosa el saber de la experiencia (un saber abierto al acontecimiento siempre vivo y en movimiento) de los saberes formalizados. Esta cuestión también tiene incidencia en el saber pedagógico que se trasmite a veces separado de los contextos de vida que lo alumbraron.
La experiencia vivida en las aulas de primaria y la resonancia que ha tenido en nosotras nos orienta a cultivar un saber abierto al acontecimiento que no reniega de los saberes disciplinares, pero que va más allá, porque en cada experiencia emerge algo nuevo para cada una y cada uno que transitan la relación educativa. Educar es una fuente de saber inagotable, un saber que tiene su origen en las primeras experiencias de relación entre las criaturas y sus madres (también los padres que están inmersos en esa relación) y que es un proceso siempre incierto aunque de una riqueza inagotable.
La palabra “oficio”, según Corominas (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana) viene del latín “officium”, contracción de ofificium derivada de opifex, “artesano” a su vez compuesta de opus (obra) y facere (hacer). Hablar de oficio nos acerca a una “artesanía” que conecta todos los espacios educativos y abre el deseo de un saber encarnado en el ser. Nos invita a vivir los espacios educativos habitados como lugares para ser, para ir siendo desde la infancia hasta la edad adulta. Para ser /siendo, educadora/or, formadora aportando la experiencia de cada una para este oficio que es una artesanía del vivir. Este es un nexo común a todos los espacios educativos, un hilo conductor desde la primigenia experiencia educativa hasta la formación universitaria. Desde esta mirada, educar y formar tienen como núcleo el arte de la relación.
Hacer del aula universitaria un lugar para ser significa que la experiencia de relación que vivimos y compartimos nos ayuda a elaborar el “ser educadoras/es”. Esto nos ha llevado a generar una experiencia de relación en las aulas que facilita el cultivo de las cualidades educativas que hemos compartido con las maestras. Hacer del aula un lugar de encuentro es una filigrana delicada que trasforma los acontecimientos en saberes de sí y de la relación con la otra o el otro, dándoles un sentido educativo.
El estudio con las maestras nos deja ver con claridad que ser docentes/educadores es algo más que saber qué hacer y cómo hacerlo. Que la educación es siempre relación. Que es como lugar de relación, de encuentro con la otra y el otro, lo que le da posibilidad de ser a la educación. Lo que hace también de la pedagogía, asegura Elizabeth Ellsworth (2005), un asunto complicado, más complicado que comprometerse con un modelo pedagógico y/o satisfacer cualquier afán de atesorar conocimiento. Por ello hablamos en este texto de los saberes que sustentan el proceder de las maestras, que es un proceder creativo, abierto a la novedad de lo vivo. Se trata de un saber experiencial que por su propio origen, es decir, por estar cercano al vivir en una relación pensante con el acontecer de las cosas (MORTARI, 2002), es un saber inconcluso. A veces, un saber poco articulado, incluso algo desordenado; que reconoce sus contradicciones, sus dudas, sus vacíos… Pero son precisamente estas cualidades las que nos hablan de un actuar en primera persona, desde quién se es y no en representación de quien no se es (CONTRERAS, 2005). Nos hablan de la praxis del saber estar de las maestras que no renuncian a su competencia simbólica (PIUSSI, 2006). La praxis del saber estar ahí es compleja, siempre abierta a la creatividad, al aprender, al exponerse, al desaprender, al confiar en lo que se tiene, al aceptar lo que no se sabe, al arriesgar hacia lo desconocido, al hacer lugar a lo imprevisible y lo inaudito, al dejarse llevar sin miedo a perderse, al acompañar. Tiene algo de eso que llamamos “tocar de oído”, que requiere aceptar el presente y lo que está presente pero sin fundirse en él, sin cerrarse a él. Supone aceptar la imprecisión y lo impreciso. Y nos exige no tapar la práctica de la relación, pues es en la relación que nuestros límites y nuestros horizontes se nos hacen visibles y vivibles.
Traer la vida a la formación universitaria significa para nosotras, en relación con la experiencia vivida con las maestras, acoger los acontecimientos que nos suceden dentro y fuera del aula. Aprovechar todas las situaciones para que los y las estudiantes puedan pensar y pensarse en relación, atender a la riqueza de la pluralidad. No sin conflictos, pero que sean transitables. Saber quiénes tenemos delante y mantener el deseo vivo en la relación es el vínculo necesario para aventurarse a abrir la mente y el corazón. A menudo el estrecho margen de las instituciones reglamentan de qué se habla y de que no, reduciendo el campo a cuestiones muchas veces alejadas de las preocupaciones reales de quienes tenemos delante.
Esta experiencia vivida con las criaturas y las maestras nos ha inspirado para entender la dificultad de ese movimiento de encuentro con la palabra propia que pedimos a los y las estudiantes. Esa posibilidad de hablar desde sí, conectando el sentir, la palabra y el pensamiento es algo que intentamos cuidar. La transición desde una palabra desconectada a un intento de hablar desde sí va surgiendo en un movimiento que no es continuo. Cuesta abrir una conversación que vaya más allá de lo anecdótico, escuchar y escuchar-se, ir elaborando esos hilos que van a dar sentido a su lugar como educadoras. Comprometerse con sus palabras, cuidándolas y abrir sentidos nuevos. Volver de nuevo a la experiencia primigenia en que cuerpo y palabra se conectan.
También nos orienta hacia una epistemología compleja, que se apoya en el saber hacer que es un movimiento del pensar abierto al acontecimiento, que se inspira en los saberes de la experiencia y en los saberes constituidos de las disciplinas, pero creando algo inédito en cada situación, con cada persona, en cada relación educativa.
El estudio con las maestras nos está ayudando a profundizar la comprensión de la educación como relación viva e inconclusa. Algo que trae consigo la dificultad y la incertidumbre pero ante lo que no se actúa desde la oposición o desde la indiferencia. Y está siendo una oportunidad para poner la mirada en aquello que es bueno y que funciona en la escuela, de lo que vale la pena aprender; pero también, y sobre todo, una ocasión para alzar la mirada, para buscar la potencia, para reconocer los posibles lugares de creación, de invención. Pues más allá de captar cómo las maestras hacen posible en este contexto de cierta desolación que las “cosas” funcionen, lo interesante es atender al sustrato de la práctica que hace posible el placer de dar sentido a lo que se hace, inventando y recreando más allá de lo que viene dado. En este sentido, “atender lo que está presente”, requiere abrir un vacío para hacer posible que, sin negar lo que se impone, pueda ser desplazado del centro y hacer lugar a aquello que está presente y mueve la vida, la relación. Que nos invita a vivir la responsabilidad educativa que asumimos desde la dedicación y no desde la carga; desde el acontecimiento y no desde la repetición y el control; desde el deseo y no desde el deber ser o el deber hacer. Y aceptar esta implicación nos invita a reconocer y a custodiar la competencia, porque el camino no está exento de tensiones. Y nos invita a buscar vías practicables, para acercar ese saber a nuestras y nuestros estudiantes en la Universidad. Esas vías practicables que se abren a partir de lo que vamos aprendiendo del oficio docente pero, sobre todo, de cómo nos dejamos interpelar por esos aprendizajes en nuestra práctica docente.
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(1) “El saber profesional de docentes en Educación Primaria y sus implicaciones en la formación inicial del profesorado: estudio de casos” (EDU2011-29732-C02-01), financiado por el MEC (2011-2015), dirigido por José Contreras Domingo de la Universidad de Barcelona.