Publicamos en este post una versión post-print del artículo titulado "Con motivo aparente. La universidad a debate", cuya autoría corresponde a Adelina Calvo Salvador, Carlos Rodríguez-Hoyos y Ignacio Haya Salmón (Universidad de Cantabria).
Este artículo se publicará (tras una corrección final de pruebas, único trámite pendiente antes de su envío definitivo a imprenta) en el número 82 (29.1) abril 2015 de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado (RIFOP), formando parte de una monografía que lleva por título "Investigar para acompañar el cambio educativo y social. El papel de la universidad", que tiene su origen en el congreso organizado por la AUFOP y la Universidad de Cantabria que, bajo ese mismo título, se celebró en noviembre de 2014 en Santander.
El citado número monográfico ha sido coordinado por Adelina Calvo Salvador, Carlos Rodríguez-Hoyos e Ignacio Haya Salmón (Universidad de Cantabria).
El citado número monográfico ha sido coordinado por Adelina Calvo Salvador, Carlos Rodríguez-Hoyos e Ignacio Haya Salmón (Universidad de Cantabria).
Con motivo aparente. La universidad a debate
Too many reasons. A debate on University
“La segmentación del saber y de sus públicos tiene que ver, también, con una estandarización de la producción cognitiva. Lo que parece alejarse respecto a sus contenidos, se asemeja en cuanto a sus procedimientos. La transversalidad ya no conecta experiencias sino modos de funcionar. Se trate de lo que se trate, la cuestión es que todo funciona igual. Tres ejemplos: la actividad académica, el mundo de la moda o el aparato mediático de la opinión. En los tres casos vemos una situación similar: la yuxtaposición de contenidos que funcionan bajo unos mismos parámetros y protocolos”. Marina Garcés. Más allá del acceso: el problema de cómo relacionarse con el conocimiento (2015, 42)
Adelina Calvo Salvador
Carlos Rodríguez-Hoyos
Ignacio Haya Salmón
Universidad de Cantabria
Resumen
El artículo plantea una reflexión sobre la universidad, considerando cuales deben ser sus propósitos y tomando como referencia los argumentos que han esgrimido expertos y gestores sobre los retos a los que ésta se enfrenta. Los cambios que se están viviendo en la institución no pueden entenderse sin tener en cuenta la centralidad de la economía del conocimiento y la introducción de la lógica mercantilista en la docencia, investigación y gestión. El artículo finaliza con algunas ideas sobre cómo construir otra universidad, más preocupada por buscar soluciones a los problemas de las personas y sociedades.
Palabras clave: universidad, economía del conocimiento, educación superior, mercantilización de la educación
Abstract
This paper reflects on the university, considering their purposes, taking into account some of the arguments raised by the experts and managers about the challenges it has to cope with. The changes that are happening in the institution can not be understood without taking into account the centrality of the economy of knowledge and the introduction of mercantilist thought in teaching, research and burocracy. This article concludes with some ideas on how to build another university, more concerned with finding solutions to the problems of individuals and societies.
Keywords:university, economy of knowledge, higher education, marketization of education
Introducción. La necesidad de abrir un debate sobre la universidad
En 1954 Simone de Beauvoir publicó Los Mandarines, la novela con la que ganó el prestigioso premio Goncourt ese mismo año. Se trata de una obra de ficción que describe las aspiraciones y la vida personal y política de un grupo de intelectuales franceses (periodistas, escritores, psiquiatras) después de la II Guerra Mundial, momento en el que era necesario preguntarse hacia dónde iba Europa, cuál era el lugar que debía ocupar cada uno de los países en ella y qué papel estaban llamados a jugar los trabajadores de la cultura en ese convulso panorama.
En un escenario donde nada de lo que se había conocido hasta el momento parecía ya tener valor o significado, y donde todo estaba por venir, los personajes de esta novela, hombres y mujeres que viven de su trabajo intelectual, se interrogan a diario sobre el presente, tomando decisiones que les van posicionando entre el arriesgado espacio de la libertad, la incertidumbre y la independencia de quienes son, a la vez, juez y parte de las situaciones de injusticia social que se denuncian, y el cómodo lugar del intelectual que trabaja al servicio de un partido político o de los intereses económicos de la potencia mundial emergente que, en el marco de la novela, eran los Estados Unidos de Norteamérica.
Ha pasado más de medio siglo y las preguntas que encierra la novela de Simone de Beauvoir son hoy más que pertinentes. Al igual que hacían los personajes de aquella novela, Los Mandarines, es necesario interrogar al presente y hacer un análisis en primera persona que nos permita entender el sentido de nuestro trabajo en la universidad y con ello, también, el sentido de nuestra vida en común.
Recordando la crisis que ahora vive Europa, conviene echar la vista atrás para rescatar la reflexión que Ortega y Gasset ofrecía sobre la misión de la universidad, donde ponía de manifiesto que debemos preguntarnos sobre el papel de esta institución como motor de cambio social o, como diría el filósofo español, “como principio promotor de la historia europea”. Es, por tanto, tan importante como lo fue en otros momentos históricos, no abandonar en el presente la reflexión sobre los objetivos que debe perseguir la universidad y que el filósofo concretó como institución formadora de profesionales, promotora de la ciencia y de los científicos y puerta de acceso a la cultura.
Si como se ha señalado, asistimos en estos momentos al final de la universidad moderna liberal (PETERS y OLSSEN, 2008), lo que conlleva necesariamente una modificación de las finalidades que debe perseguir dicha institución, de sus contribuciones a la sociedad, de sus planes de estudios, así como del papel que están llamados a jugar docentes/investigadores y estudiantes, se torna imprescindible reflexionar sobre la universidad que queremos y, sobre todo, comprender cómo está cambiando la vida en ella de manera general, y nuestra vida académica en particular, hacia actividades cada vez más guiadas por el beneficio económico y menos por su valor formativo original.
Participar en esta discusión supone reconocer que la misma debe ser pública, es decir, de todos los sectores sociales, y no exclusiva de sectores financieros, empresariales y políticos. Una discusión que debe tomar vida, con más importancia si cabe, en los espacios académicos que habitamos, ya sean de docencia, investigación o gestión, porque nuestras actividades en todos ellos contribuyen a construir una determinada institución, con unos valores y unos objetivos particulares.
Al mismo tiempo, la pregunta de fondo sobre cuál es el papel de la universidad en nuestra sociedad y cómo debe contribuir a solucionar los problemas sociales a los que nos enfrentamos, nos lleva a la necesaria recuperación de la vida universitaria como vida política, que se preocupa por lo que es de todas las personas, por lo que no tiene dueño. Ese es, precisamente, el valor de lo público, un valor que nos interpela a recuperar la universidad como una experiencia de lo común que se aleja de la lógica de la privatización que trata de imponer el mercado (GARCÍA RUÍZ, 2012).
Discutir sobre el papel de la universidad en la sociedad actual, invitando a diferentes agentes e instituciones a trabajar de forma conjunta en una estructura de red que favorece el intercambio y el enriquecimiento mutuo, supone ampliar la mirada y el espacio de actuación, invitando a los actores educativos a pensar qué educación superior e investigación queremos y para qué, más allá de las finalidades y propósitos que vienen dictados del exterior, ya sea por agentes económicos (cuyos intereses pasan en buena medida hoy desapercibidos bajo las acciones que desarrollan desde sus fundaciones y obras sociales), ya sea por agentes políticos que, a través de la creación de leyes y decretos, tratan de regular el mundo de la educación superior.
Supone, en definitiva, trabajar “con” frente al trabajar “sobre” que durante tantos años ha caracterizado a la actividad desarrollada desde las instituciones de educación superior. Requiere, además, reflexionar sobre qué tipo de investigación queremos y para qué, más allá de los trabajos académicos que, durante los últimos años, están siendo apoyados por parte de las instituciones responsables de la política universitaria y que, avalados por el discurso de la calidad científica, silencian líneas de trabajo y estrategias metodológicas divergentes que tradicionalmente han posibilitado la transformación y la mejora en diferentes contextos sociales, políticos y educativos.
Este artículo trata, así, de proponer unas reflexiones que nos ayuden a iniciar un camino que necesariamente debe ser recorrido junto con otros profesionales e instituciones y que supone la creación de una identidad colectiva que debe facilitar la transformación personal, institucional y social en el horizonte de una educación y de una sociedad más participativa y democrática. Participación y democracia que deben ser leídas aquí en su genuino sentido de tomar partido en algo y pertenecer a un proyecto colectivo.
Los cambios que necesita la universidad española. Los argumentos de docentes, investigadores y gestores
Durante el mes de diciembre de 2014 el diario El País publicó un conjunto de reportajes, tribunas y foros que bajo el título “La Universidad a examen” invitaba a un grupo de académicos y gestores a pensar sobre la universidad que tenemos, sus virtudes y sus principales problemas, y la que podríamos tener si los poderes públicos comenzaran una política activa para introducir algunas mejoras en la institución.
El debate se organizó en torno a grandes tópicos como cuál debía ser el futuro de la universidad, cómo debía financiarse, cómo debía desarrollarse la enseñanza, el problema de la endogamia y, finalmente, el de la calidad del sistema universitario. Los argumentos esgrimidos bajo cada una de estas categorías fueron diversos y mostraban, a veces de una forma más evidente y otras de una forma más velada, el tipo de universidad a la que aspiraba cada columnista o colaborador, situándose en diferentes posturas en relación a cuál debe ser la función social de la universidad, quién debe financiarla y cómo, qué avances se han dado en materia de enseñanza y cuáles están por llegar, en qué medida la endogamia es un problema en la universidad española y cómo ésta puede limitar la internacionalización de la institución en un mundo cada vez más globalizado, qué papel debe jugar en todo ello la movilidad del profesorado y cómo puede o debe medirse la calidad del sistema universitario. Esto ultimo conlleva, parece que de forma irremediable, una política de rendición de cuentas y una comparación entre centros y países que permite identificar la posición de las universidades españolas en los diferentes rankings internacionales.
Pese a la existencia de un cierto debate en nuestra sociedad en relación a la institución universitaria, un debate que debe mantenerse vivo, en contacto con la realidad de la propia institución, que ha de construirse con voces divergentes, actualizarse en todo momento y que no deberíamos dar nunca por finalizado, llama poderosamente la atención que el gobierno de la nación apruebe de manera apresurada, como ya es costumbre últimamente en nuestro país, una nueva reforma en la universidad que propone la implantación de los estudios de Grado de tres años y de los estudios de Posgrado de dos (conocida como 3+2). Una reforma que dedica un único y escueto párrafo a su justificación, argumentando que este cambio conlleva la homogenización de la duración de los estudios de Grado y Máster en nuestro país, acorde con lo realizado en otros países europeos, lo que a su vez garantiza la internacionalización de los estudiantes que hayan finalizado sus titulaciones en el marco del Espacio Europeo de Educación Superior. Sin embargo y como demuestran los estudios comparativos a nivel europeo desarrollados por EURYDICE (2012), no existe un único modelo para la estructura de los estudios universitarios en los países de nuestro entorno, coexistiendo estudios de primer ciclo (estudios de Grado) de 180 créditos (de una duración de tres años) con los de 240 créditos (de cuatro años).
Por otro lado, aunque en el texto legal no se aprecian argumentos que sustenten este cambio y que, por tanto, podamos analizar, no es difícil ver la consonancia de esta reforma con la política de recortes en los servicios públicos y, con ello, en el Estado de Bienestar, que han caracterizado las decisiones adoptadas en diferentes materias por el actual gobierno. Esta reforma es, por lo tanto, una pieza más en el juego de la progresiva retirada de financiación pública de la universidad, como ya se ha hecho patente de forma clara a través del drástico descenso en la financiación de la investigación en nuestro país (becas, institutos de investigación, programas, convocatorias, etc.) y del aumento de las acciones dirigidas a promocionar la creación de centros universitarios privados (MICHAVILA, 2012).
Al mismo tiempo, no es tampoco difícil prever el impacto negativo que esta reforma va a tener en relación al acceso a la educación superior de las personas y colectivos más desfavorecidos y con menos recursos. Al recortarse el período de su primera formación, la del Grado, y ser mucho más cara la de Posgrado, el acceso a ese tipo de formación puede resultar mucho más complicado para aquellas personas que tengan más dificultades económicas. Tampoco debemos olvidar que es precisamente en la oferta de los Másteres donde las universidades privadas toman un mayor protagonismo, dado que es éste uno de sus principales ámbitos de actividad, muchas veces vinculando este tipo de estudios a una rápida inserción en el mercado laboral. Paralelamente, esta reforma tendrá también un claro impacto negativo entre el profesorado, sobre todo en los sectores más vulnerables, más jóvenes y/o que tienen un contrato más precario (DÍEZ GUTIÉRREZ, 2015).
Entre el conocimiento útil y el conocimiento inútil. ¿Qué hacemos en la universidad?
Comprender los cambios que acontecen en la actualidad en el marco de la universidad requiere pensar en cómo está afectando la evolución del capitalismo a la forma que tenemos de entender la educación, la investigación y la gestión, a las finalidades que estas actividades deben perseguir y a qué utilidad deben responder sus planes de estudio. Se entiende, así, que las instituciones de educación superior juegan ahora un nuevo rol en el marco de la denominada economía del conocimiento donde, como su nombre indica, éste es un elemento central de la economía. En este sentido, las actividades universitarias (académicas y científicas) están ahora llamadas a mejorar la productividad de los países, a promover la innovación tecnológica y a mejorar la empleabilidad de los futuros titulados.
Este escenario general ha supuesto una silenciosa reforma de los estudios universitarios que influye progresivamente en todos los actores y actividades de la institución. En el centro de esta nueva concepción de la universidad se articulan procesos encaminados a estrechar sus vínculos con el sector empresarial, reduciendo el positivo impacto de la actividad académica e investigadora a un único aspecto de nuestra sociedad, el monetario, que se dirige a crear una riqueza y unos beneficios económicos que, paradójicamente, cada vez se van concentrando en menos manos.
Un primer elemento que se ve afectado por esta sobreorientación economicista de la educación terciaria son los planes de estudios, es decir, lo que se debe o no estudiar en la universidad. Esto ha supuesto una clara instrumentalización del conocimiento que sólo se considera útil si permite obtener un rápido beneficio económico. Así, los estudios universitarios tienden progresivamente a una especialización reduccionista y mal entendida y dejan al margen los saberes humanísticos, la literatura, el arte, la cultura, etc., es decir, todo aquello que permite a los seres humanos tener una visión compleja del mundo, comprender la diferencia y la diversidad como un valor entre las personas y los grupos culturales, acceder a otras realidades y a otros relatos y, en definitiva, vivir una vida más rica intelectual y políticamente hablando, a través del ejercicio de la crítica y de la democracia (NUSSBAUM, 2010). Se trata de privilegiar la profesionalización de todos los estudios, entendiendo como tal el desarrollo de las competencias técnicas de cada oficio que deja en un segundo plano “una formación cultural más amplia, capaz de animar a los alumnos a cultivar su espíritu con autonomía y dar libre curso a su curiositas” (ORDINE, 2013, 81).
Esta forma de entender la utilidad de la educación superior casi estrictamente en términos mercantiles tiene evidentes efectos, también, en la docencia universitaria, en la investigación y en la vocación de servicio de la institución (su obligación de atender los intereses de la comunidad), así como en la identidad de docentes y estudiantes.
En este sentido, además de orientar la docencia universitaria hacia el aprendizaje de las ya comentadas competencias profesionales sin tener en cuenta los saberes humanísticos, se aprecia una clara tendencia que trata de especializar a los centros universitarios y sus profesionales, bien en la docencia, bien en la investigación o en la gestión. Bajo esta lógica, se entiende que docencia e investigación son dos tareas completamente diferentes, con objetivos distintos y con diferente estatus académico y social, dado que su repercusión en la sociedad es también distinta. Se perciben más como actividades en conflicto que como complementarias (DILL, 2008). Pese a todo, y a la vez, ambas actividades parecen estar cada vez más fuertemente influidas y orientadas por la lógica del beneficio. La universidad se configura como una institución ideológica y éticamente cada vez más constreñida, en tanto que investiga sobre aquello que es importante para quien puede beneficiarse de cierto impacto, en términos exclusivamente económicos, del conocimiento que genera (BARNETT, 2011).
La investigación, una determinada forma de hacer investigación con una vinculación directa con el sector empresarial y una clara dimensión aplicada, se considera la actividad más importante de los centros universitarios. Son este tipo de instituciones las que están llamadas a ocupar los primeros puestos en los rankings internacionales y a atraer una gran cantidad de recursos y apoyos, la mayoría de ellos provenientes de fondos privados. Bajo un estricto sistema de valoración de resultados, en estas instituciones sus profesionales viven como una actividad completamente secundaria, cuando no inexistente, la docencia, y el desarrollo de la función de servicio a la comunidad se entiende en exclusiva ligado a las relaciones empresariales y de consumo (MACFARLANE, 2008).
Si bien los profesionales de la universidad se perciben formando parte de comunidades de investigación, no ocurre lo mismo en el ámbito de la docencia, que parece vivirse más bien como una tarea individual y privada, lo que dificulta la creación de espacios destinados a debatir en torno a las tareas docentes para promover su mejora (DILL, 2008). Seguramente los sistemas de evaluación de la docencia que existen en las universidades españolas no ayudan demasiado a ello, pues como procesos exclusivamente externos y cuantitativos, dan muy poca información sobre cómo mejorar el proceso. Sin embargo, sí permiten, de nuevo, traducir las complejas tareas docentes en números y establecer comparaciones entre docentes, titulaciones y universidades.
Fuertemente influenciados por una clara lógica competitiva y bajo las presiones de las evaluaciones externas que, con sus indicadores miden y jerarquizan resultados (en investigación y docencia), los profesores/investigadores se comprometen cada vez menos con tareas vinculadas a la gestión y al gobierno colectivo de los centros. La actividad de servicio queda en un segundo plano y no se percibe como una obligación más del trabajo académico, que permite cambiar el punto de vista profesional y aprender cosas nuevas, sino más bien como una actividad que quita tiempo para el resto de tareas que son mensurables y que sí cuentan en la carrera profesional (MACFARLANE, 2008).
En este escenario, los docentes/investigadores deben decidir cómo vivir su vida académica y desarrollar su identidad profesional. Ésta puede desarrollarse, con múltiples matices, entre los dos grandes polos que hemos dibujado aquí. Puede estar centrada, en exclusiva, en desarrollar una carrera académica de carácter individualista, de espaldas a las necesidades sociales pero de cara a la lógica empresarial y a los sistemas externos de evaluación de la investigación, donde sólo un grupo de “expertos” decide qué puede considerarse o no ciencia (en virtud de sus posibilidades de decidir qué artículos se publican, qué proyectos de investigación se conceden, qué temas son prioritarios investigar, etc.). O bien, como alternativa a lo anterior, puede tomar conciencia del papel que tiene en este “juego del capitalismo” y realizar un ejercicio crítico frente a la lógica del rendimiento académico/investigador bajo criterios exclusivamente monetarios y cuantitativos, tratando de entender la realidad de forma más amplia y contribuyendo a la creación de una verdadera comunidad de investigadores y docentes que trabajan por un fin común, la mejora de las sociedades. Además, no conviene olvidar que cuestiones como la edad, el género, la clase social o el tipo de vinculación con la institución juegan un importante papel en este escenario.
Por último, pero no por ello menos importante, la lógica del mercado en la educación universitaria afecta a las identidades de los estudiantes y a las experiencias que viven y que esperan tener en la universidad. En este sentido, la estructura de los propios planes de estudio, organizados en materias exclusivamente cuatrimestrales, genera una relación con el conocimiento de corta duración, superficial y cercana a la lógica consumista. Según han señalado algunas investigaciones, la implantación del plan Bolonia (o la lectura que de él han hecho algunas universidades) no ha mejorado necesariamente esta situación, al aumentar la exigencia del trabajo académico para los estudiantes, el número de los trabajos de aula y de las actividades presenciales a realizar, pero sin modificar su relación con el conocimiento (LLORET y MIR, 2007; FLORIDO, JIMÉNEZ y PERDIGUERO, 2012). Así, los estudiantes pasan por la universidad deprisa, con una vivencia acelerada y productivista del tiempo, centrando sus esfuerzos en superar una materia tras otra, para olvidar rápidamente lo que estudiaron. Exigen de la institución conocimientos útiles, aplicados, cercanos a lo que demanda el mundo empresarial y el mercado de trabajo. Esta tendencia se acentúa todavía más en aquellos casos en los que los jóvenes han pedido un préstamo para poder cursar estudios universitarios (PETERS y OLSSEN, 2008). Como ha señalado Nuccio Ordine (2013) cuando la universidad se ve irremediablemente unida a la lógica de la empresa, los estudiantes se convierten en clientes.
En definitiva, todo parece indicar que la política de la universidad, su currículum, su cultura y sus prácticas están imbuidos de una lógica instrumentalista que trata de poner el conocimiento, la docencia y la investigación al servicio de fines económicos externos. Todo ello influye en nuestras posibilidades a la hora de ejercer el oficio docente/investigador. En palabras de Anna M. Piussi (2010, 35):
“Si estoy delante de una pequeña multitud de jóvenes que se representan y autorrepresentan como clientes en serie de la empresa-universidad, dispuestos a consumir trocitos de saber desvinculados y rápidamente olvidados, a reivindicar sus derechos tarados sobre la contabilización del tiempo, los exámenes y las notas, a atravesar apresuradamente el espacio-tiempo universitarios llegados de otro lugar y dirigiéndose a otro mucho más interesante, yo no soy profesora”.
Otra forma de estar y de hacer universidad
En el actual escenario universitario, donde cada vez se viven más presiones por aumentar la productividad docente/investigadora y se intentan introducir formas de gestionar la institución menos democráticas y más gerencialistas, son muchos los grupos de docentes, investigadores y estudiantes que, con una relación más o menos estrecha con su comunidad, reinventan diariamente la universidad, haciendo de ella un lugar menos competitivo, más colaborador, más rico y desafiante intelectualmente hablando. En esos espacios se desarrollan unas prácticas que reconocen la importancia de la creación colectiva de otra cultura universitaria que conlleva, también, otra ética académica. Es de algunas de estas experiencias de donde podemos derivar una suerte de catálogo de preguntas para ayudar a la creación de una universidad que sabe que tiene que prestar un importante servicio a la comunidad, contribuyendo, como institución pública, a la creación de una sociedad inclusiva, democrática y cívica (MACFARLANE, 2008).
Pregunta 1. ¿Qué tipo de educación debe ofrecer la universidad?
Como hemos analizado hasta el momento, en consonancia con otros cambios políticos, económicos y sociales, y en concordancia también con lo que está ocurriendo en otros niveles del sistema educativo, la formación universitaria parece estar dirigida en exceso al crecimiento económico, en vez de orientarse hacia el desarrollo humano (NUSSBAUM, 2010). Y es precisamente desde este amplio concepto de desarrollo humano y del fortalecimiento de las sociedades democráticas, aquellas que son capaces de hacer frente de forma colaborativa a los problemas que viven las personas, desde donde debemos repensar la educación superior atendiendo a las posibilidades que ofrecen las humanidades y las artes como formas de expresión de la libertad de los seres humanos. Ellas permiten el acceso a nuevos relatos y experiencias y con ellas, nuestro mundo es más rico y se llena de nuevas posibilidades.
El papel de la educación superior en el ejercicio y formación de ciudadanos en un mundo global es crucial y debe tratar de prevenir situaciones en las que los seres humanos se comporten mal y ejerzan violencia hacia otros grupos o personas, instrumentalizando a otros para sus propios fines. Esto ocurre cuando se dan tres circunstancias: cuando no nos sentimos responsables de nuestros actos; cuando nadie manifiesta una opinión crítica y cuando los seres sobre los que se ejerce poder son deshumanizados y pierden su individualidad (NAUSBBAUM, 2010). Teniendo en cuenta estos tres principios, la educación universitaria debería ayudar a los jóvenes a la creación de un pensamiento complejo y relacional que rompa las rejas invisibles del conocimiento especializado y parcializado, aquel que no tiene en cuenta las condiciones en las que dicho conocimiento se ha creado, ni las consecuencias que éste pueda tener para los diferentes grupos humanos. Para conseguirlo, debemos repensar no solamente los saberes que se ponen en juego en la universidad sino también, las metodologías docentes que utilizamos, las formas de evaluación y nuestra forma de relacionarnos con el conocimiento (como docentes/investigadores y estudiantes).
Pregunta 2. ¿Qué papel deben jugar los estudiantes?
Repensar la universidad y tratar de vivirla de otro modo supone reflexionar junto con los estudiantes sobre el tipo de educación/investigación/gestión que la institución debe promover, teniendo como horizonte el desarrollo de una sociedad más justa y democrática. Trabajar con los jóvenes creando un espacio más horizontal desde el que compartir, dialogar y desarrollar un pensamiento crítico supone reconsiderar nuestra identidad como docentes/investigadores y la de los jóvenes como alumnos.
Este cambio puede ayudarnos a trabajar teniendo como horizonte dos finalidades. La primera de ellas se refiere a la creación de espacios pedagógicos que permitan a los jóvenes relacionarse con el conocimiento más allá de formas consumistas, inherentes en las estructuras de muchos planes de estudio, y que sean capaces de desarrollar un criterio propio y de ejercer la crítica. Esto es importante tanto para su vivencia en la universidad como en la sociedad, en términos generales. Con ello se pone en el centro de la vida universitaria el desarrollo de hábitos y de una cultura democráticos.
La segunda de estas grandes finalidades hace referencia a la necesidad de mejorar nuestras prácticas docentes/investigadoras descentrándonos de nuestro propio punto de vista, algo que podemos hacer en muchas ocasiones gracias a la existencia de comunidades de docencia e investigación (mucho más en las segundas que en las primeras) pero que, sin duda, puede hacerse, también, trabajando con los jóvenes. Sus experiencias, sus puntos de vista, opiniones, etc. mejoran la educación como ya se ha hecho patente en diferentes investigaciones (HAYES y LJUNGBERG, 2011; HAYA, CALVO y RODRIGUEZ-HOYOS, 2013).
Es precisamente en el marco de estos trabajos donde se ha evidenciado la importancia que la experiencia de ir a la universidad tiene para los jóvenes, señalando cuestiones tan centrales como la importancia de la investigación y la colaboración para mejorar la docencia en la universidad, el papel de la participación de los jóvenes en diferentes aspectos de la vida universitaria, la importancia del diálogo en los procesos educativos, así como el rol de la provocación como elemento desencadenante del aprendizaje. Estos trabajos demuestran, también, las posibilidades de trabajar con los estudiantes para revisar críticamente los sistemas de evaluación externa de la docencia e investigación (CALVO y SUSINOS, 2010 y 2012).
Pregunta 3. ¿Cómo enseñamos e investigamos en la universidad?
En lo que se ha denominado la época de la “supercomplejidad” (BARNETT, 2002) se considera que la universidad debe ser un lugar donde se produzcan ideas revolucionarias que posibiliten a los estudiantes vivir en tiempos de gran incertidumbre, donde no sólo debemos enfrentamos a distintas ideas o teorías sobre el mundo, sino que nuestras propias estructuras y procesos para comprender el mundo, a nosotros mismos y a lo que nos rodea son refutables, pues conviven con un enorme número de procesos y estructuras muy diversos entre sí.
En este panorama, la docencia y la investigación no pueden ser más que procesos complementarios, dado que separarlos completamente acabaría por reducir la enseñanza a algo superficial y repetitivo (ORDINE, 2013). Es necesario que ambas actividades tengan el mismo valor, sean consideradas de igual importancia y dejen de vivirse como actividades irreconciliables.
Es evidente que el profesorado universitario debe estar preocupado por desarrollar prácticas docentes adecuadas, algo que no tiene un significado fijo o estable y que deberá ser indagado en cada momento entre todos los colectivos y personas que participan en ese proceso. La transformación de las pedagogías en la universidad requiere no más conocimiento, sino más indagación sobre quiénes somos y cómo podemos ser mejores personas. En palabras de Nieves Blanco:
“Los chicos y las chicas que llegan al aula universitaria están (…) buscando y buscándose, con la necesidad de descubrir quiénes son y cómo es el mundo; aprendiendo a conocerse en una nueva realidad, a saber cuáles son sus fortalezas, sus debilidades, su capacidad para enfrentarse a nuevos retos… A menudo no es información lo que necesitan, sino hacerse preguntas y buscar respuestas con contenido vital, que colmen sus anhelos y sosieguen sus miedos. En ocasiones están tan confundidas, tan confundidos, que hay que indagar mucho para verlo. En otras, nos confunden con una aparente seguridad y una altivez que parece incompatible con cualquier posibilidad de aprendizaje” (BLANCO, 2010, 138).
En relación a la investigación, ésta debe poder desarrollarse más allá de los paradigmas dominantes, pues sólo cuando esto ocurra podremos tener una mayor comprensión del mundo. Como es sabido, la investigación universitaria está bajo diferentes formas de presión que tratan de hacer de la misma un producto rentable. Por un lado, las fuentes de financiación pública se han reducido drásticamente, esto hace que el terreno de la financiación sea ahora ocupado por empresas privadas y organismos financieros con una clara idea de invertir en investigación para obtener rentabilidad en sus negocios. Por otro lado, es necesario que los propios académicos que forman parte de los comités que deciden qué proyectos de investigación obtendrán financiación pública, así como de los comités de revisión de las revistas académicas y científicas, cambien con cierta regularidad y, al mismo tiempo, sean sensibles al impacto social de las investigaciones (no exclusivamente en términos monetarios) y al desarrollo de metodologías y problemáticas de investigación alternativas, esto es, diferentes a lo que se ha asentado como tradición en un determinado campo del conocimiento. En este terreno, es fundamental, también, el intercambio y la colaboración entre especialistas de diferentes disciplinas (BARNETT, 2002).
Vale la pena recordar, también, el riesgo que corre la investigación en la universidad cuando su valoración se centra, en exclusiva, en el medio en el que se ha publicado, sin entrar a valorar su repercusión en la mejora de la comunidad más próxima y lejana. Teniendo en cuenta la importancia de los procesos de internacionalización, en un mundo cada vez más global, se priman en muchas ocasiones las investigaciones cuyos resultados salen a la luz en forma de artículos en revistas de habla inglesa consideradas de impacto, sin tener en cuenta su nulo efecto en los colectivos y personas con las que se ha trabajado y sin valorar la mejora que la investigación pueda suponer para la sociedad en su conjunto y/o para algunas de sus instituciones. Es esta disyuntiva la que Kathleen Nolan resume como “¿Publicar o compartir?”, al analizar el impacto que tuvo su propia tesis doctoral que, lejos de los cánones de la investigación y la escritura académica, elaboró utilizando diferentes lenguajes y materiales como fotografías y poemas, así como con un uso muy particular del color. En este sentido la autora señala:
“Durante el proceso de investigación sí fui muy consciente de los lectores que seguramente se acercarían a mi obra y de los que me gustaría que se acercasen. Desde mi punto de vista, un texto que pudiera significar algo para todo el mundo era un resultado mucho más deseable que un texto que acabara aparcado en el estante de una biblioteca” (NOLAN, 2008, 159).
Sería deseable que la universidad fuera un lugar donde se pudiera acceder a la diversidad de investigaciones que actualmente están teniendo lugar en diferentes contextos sociales y educativos, que comparten su sensibilidad hacia el cambio y su capacidad para reconocer la potencialidad del mismo para mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía, sobre todo de aquellos sectores más desfavorecidos. Una mejora que va a ser entendida aquí en un doble sentido. En primer lugar, como trayecto inacabado hacia un lugar siempre distinto del anterior pero intelectual y personalmente más relevante, más rico y más productivo. Y, en un segundo sentido, como lo que dejaremos a quienes vendrán después de nosotros, más allá de lo que por ley les corresponde.
En definitiva, con estos dilemas hemos tratado de revisar algunas cuestiones que consideramos clave en la universidad, como es el conocimiento a transmitir y la relación que docentes y estudiantes tenemos con el mismo, la filosofía que debe sostener nuestras tareas docentes, investigadoras y de gestión, así como el papel de los estudiantes en una institución que debe acompañarles en el proceso de ejercer la ciudadanía y encontrar su lugar en el mundo. Sin duda, todas estas prácticas requieren supervisión, pero es necesario que la misma no venga solamente del exterior y que no esté exclusivamente centrada en medir el nivel de productividad (entendida de forma estrecha) de las mismas. En este sentido, debemos promover procesos internos de autorregulación académica/investigadora que nos permitan la transferencia de buenas prácticas colegiales, procesos de revisión paritaria y controles sociales diseñados e implementados en las universidades por miembros del mundo académico (DILL, 2008). Se trata de contribuir a la creación de instituciones de investigación/docencia que no vivan de espaldas a los problemas sociales actuales (medio-ambientales, de derechos humanos, de acceso a una ciudanía social plena, etc.), una universidad comprometida, aquella que no separa la ética de la ciencia, el conocimiento y la técnica, que participa en la creación de una conciencia planetaria, que establece mecanismos horizontales participativos, que tiene como objetivo el bien común y que toma partido por los sectores más débiles o desfavorecidos en nuestras sociedades (MANZANO-ARRONDO, 2012).
Conclusiones y aperturas
En este trabajo planteamos la urgente necesidad de articular un debate sosegado en el que se discutan ampliamente las condiciones estructurales que, en estos momentos, están condicionando la universidad en nuestro país. En este sentido, si bien entendemos que es importante dar respuesta a los problemas más acuciantes a los que se enfrenta la universidad en un escenario marcado por las dificultades económicas (la reducción de la financiación pública, la subida de tasas, la reestructuración de los planes de estudio, etc.), ese proceso ha de ir en paralelo al ejercicio de una reflexión más profunda que lleve a determinar a los principales agentes implicados qué sentido puede tener esta institución en un momento histórico como el actual. Dilatar ese debate de fondo supondría, a nuestro juicio, obviar una de las principales responsabilidades a las que, permanentemente, ha de enfrentarse la academia, es decir, al desarrollo de marcos propositivos no solo sobre el ser sino también sobre el deber ser interno, como institución, y externo, sobre la sociedad.
Al mismo tiempo, consideramos que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales, están interpelando de manera urgente a la universidad para que ésta reconsidere su propia estructura organizativa y adopte decisiones encaminadas a convertirse en un espacio más abierto y más atento a los problemas del entorno. Esto supone trabajar en dos grandes direcciones.
En primer lugar, la institución académica ha de partir del reconocimiento de la capacidad que tienen los diversos agentes sociales para imaginar y participar conjuntamente en el desarrollo de estrategias de investigación, algo que va a suponer desarrollar procesos éticamente más respetuosos y con un mayor impacto en la mejora de los contextos más inmediatos. Esto supondría subvertir el orden a través del cual se generan muchas investigaciones para poner en el origen de los proyectos no los intereses de la comunidad investigadora sino las necesidades y problemas reales a los que la ciudadanía ha de dar respuesta en su vida cotidiana y que, de formas muy diversas, limitan las posibilidades de acceso, tanto a los bienes materiales, como a los culturales. Para ello, es esencial el reconocimiento de la agencia de instituciones y colectivos que tradicionalmente han sido utilizados por la academia como fuentes de las que extraer datos, pero a los que raramente se les ha reconocido su capacidad para participar activamente en la solución de aquellos problemas a través de su colaboración en investigaciones diseñadas, supuestamente, para dar respuesta a los mismos.
En segundo lugar, la universidad ha de convertirse en un espacio público abierto a las demandas, necesidades e inquietudes de aquellos agentes sociales que están tratando de imaginar y promover formas de construir entornos orientados, esencialmente, hacia el bien común. Eso exige articular estrategias encaminadas a la construcción de redes de trabajo y colaboración con otros nodos (escuelas, movimientos sociales, sindicatos, etc.) y transformar la propia cultura académica para desarrollar dispositivos en los que se reconozca la posibilidad de comunicarse en lenguajes diversos con los que construir significados compartidos sobre la realidad. Es decir, si bien el lenguaje utilizado en la academia ha sido un elemento que, generalmente, ha actuado como una barrera entre los docentes/investigadores y el resto de la sociedad, es necesario explorar formas de comunicación que faciliten que esta institución sea más permeable, legible y generosa a la hora de compartir no sólo los resultados de sus trabajos, sino también los procesos, las estrategias empleadas y los fines a alcanzar.
En definitiva, con el objeto de alimentar el debate y con la esperanza de seguir reflexionando sobre otras formas de hacer y estar en la universidad, presentamos este número monográfico que compila una serie de trabajos que, desde diferentes posiciones y sobre temáticas diversas, comparten la sensibilidad de desarrollar un modelo de institución universitaria más responsable, atenta, respetuosa y comprometida con los contextos en los que se inserta. Los artículos que aquí se recogen evidencian el interés de los autores por desarrollar y mostrar prácticas docentes e investigadoras que posibiliten y acompañen procesos de cambio, orientados hacia la mejora educativa y social en diferentes contextos y niveles que comparten la firme esperanza de que otra universidad sí es posible y está siendo posible, aunque el camino no sea fácil:
“La distinción entre el saber útil y realmente útil radica en la comprensión de la verdad, lo real, la realidad en sí. La realidad de un obrero ¿consiste en las cosas que le permiten operar mejora la máquina, o consiste en cuestionarse sobre si es o no posible otra forma de vida colectiva? Un aspecto fundamental de esta otra forma de vida es que debe concebirse en un orden diferente del tiempo y el espacio. Un tiempo liberado del ritmo de la producción incesante, un espacio arrancado de los confines de la fábrica” (RAQS MEDIA COLLECTIVE, 2015, 84).
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REAL DECRETO 43/2015, de 2 de febrero, por el que se modifica el RD 1393/2007, de 29 de octubre, por el que se establece la ordenación de las enseñanzas universitarias oficiales, y el RD 99/2011, de 28 de enero, por el que se regulan las enseñanzas oficiales de doctorado (BOE del 3 de febrero de 2015).
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